Ve a una librería, mejor un día entre semana, cuando no haya nadie, cuando todos los libros estén ordenados y cuando el silencio de sus paredes te permita leer en paz. Ve y coge una de las últimas novedades, la que sea, la que más rabia te dé, aquella cuya portada te llame más la atención. Yo lo hecho muchas veces y lo sigo haciendo pese al sentimiento de desolación que me invade al leer a los nuevos escritores. Con las primeras páginas es suficiente muchas veces, porque preguntas como quién escribe, quién narra, a través de los ojos de qué personaje, qué tono o qué perspectiva, se resuelven con aciaga rapidez: el autor o la autora. A este hecho el adjetivo que mejor le va es monocromático. La falta de gracia y la torpeza de los nuevos (o al menos la de aquellos que consiguen pasar el filtro editorial y llegar a los estantes de las librerías) es desoladora, porque, tú ya lo sabes, el discurso literario en España está anclado a la figura del escritor o escritora, a su forma de ser, a su forma de ver la vida; llevan su posicionamiento ideológico y político a la página en blanco. Quizá no lo hagan adrede, pero no son capaces de evadirse de sí mismos y de pintar con palabras. A mi juicio, la alta literatura necesita del concurso de una gran técnica narrativa, porque la literatura tiene frente a sí una serie de obstáculos como disciplina artística que no pueden sortearse a menos que domines la técnica. Ahora seré sincero, contradictorio y complejo: el dominio de la técnica, por sí mismo, no te hará escribir bien. Y crudo, desagradable y prepotente: sin la técnica harás el ridículo.
El principal hándicap a que se enfrenta la palabra escrita es la yuxtaposición imposible. No puedes superponer las imágenes, no, no puedes. Hay, empero, trucos, falsos espejos, recursos útiles para proporcionar al lector la ilusión de que dos escenas se superponen la una a la otra. La pintura, por el contrario, sí está dotada intrínsecamente para plasmar en un mismo nivel dos realidades dispares. Ejemplos de simultaneidad pictórica los hay por miles, pero a mí me gusta especialmente el que refleja los instantes previos al fusilamiento del hombre de camisa blanca y —al fondo— el paisaje nocturno de Madrid, que pintó Francisco de Goya en 1814 en su famoso cuadro “El 3 de mayo”.
Atrapada en una incapacidad de dispersión flemática, morosa, lenta, deudora, muy parecida al castigo de la gota china, una narración es incapaz de someter al lector con la inmediatez de la pintura y, lo que resulta peor todavía, dirige nuestros ojos sobre un punto en concreto. Borges, por ejemplo, en su cuento El Aleph, consciente de la idiosincrasia literaria, lo explica del siguiente modo: Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor, […] Por lo demás, el problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. […] Lo que vieron mis ojos fue simultáneo; lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré. Luego vendrá una descripción de su descubrimiento, el Aleph, en la que no me resisto a subrayar la ruptura de la cuarta pared al dirigirse directa y fugazmente a quien lo lee. Es magnífico, por cierto, ese cuento. Leedlo o volvedlo a leer.
Sin embargo, frente a esta ausencia de explosividad, la novela no se arredra. La novela en manos de un buen novelista es un artefacto que merece la pena estudiar porque curiosamente es posible que pueda contener todo lo que nos rodea; es posible que acoja incluso en su seno al universo infinito pese a su finitud, el cuento del más inmortal de todos los argentinos es, de hecho, el mejor representante de esa tesis. Como con un dibujo de Escher, sin un centro gravitacional evidente, una narración puede hacer que veas diferentes estadíos de la naturaleza y que llegues a sospechar que tú eres sencillamente uno de ellos; a entender que detrás de ti hay otro tú, y luego otro, y luego otro más.
De lo poco que yo he leído, he sacado una conclusión que huele a inmutable. Concluyo que esa serie de recursos narrativos, que tú encontrarás en los manuales y que yo no voy a citar de modo didáctico excepción hecha del libro ‘Escribir’ de Enrique Páez, tienen como denominador común apelar a la inteligencia del lector en primera instancia porque todos ellos necesitan de alguien sensible al otro lado de las líneas. La narrativa, de esas escenas paralelizadas, se torna inteligente; no es minuciosa; escritor y lector se convierten en dos expertos en la materia; aquello que no se lee tiene mayor peso específico que aquello que se lee.
Veamos un ejemplo, brillante, de esta superposición.
Madame Bovary, con el que será su amante durante unos meses, pasea un día de fiesta soleado en que la población acoge una especie de festival agrario donde los agricultores se dan cita y donde se entregan una serie de medallas y reconocimientos a los habitantes por parte de las autoridades. La infiel pareja terminará por ocultarse, si no recuerdo mal, en el ayuntamiento, y Flaubert con un gusto exquisito, finísimo, espectacular, cruza las dos secuencias: el diálogo de Emma y el mancebo junto al discurso del enviado del gobierno. Ambos en estilo directo y sin dar más detalles, sin acotar nada.
Tiene un aire de guión cinematográfico. Es un ejemplo formidable de que para escribir no debes vomitar aquello que imaginas, sino abordar tu propia narración como el crítico, como el lector, como el editor, como el bohemio que, un día, entre semana, cuando no hay nadie en la librería y cuando las paredes de la misma le permiten leer en paz, coge un libro y lo abre.