#199b La literatura (desde fuera) 4

Existen muchas formas de clasificar a los seres humanos. Yo estoy seguro de que tú, tras leer la primera sentencia de este post, ya has pensado en una o en dos de esas potenciales divisiones. Cuando yo era joven, mi entorno solía clasificar a la gente en colectivos que hacían referencia a los gustos musicales que profesaban sus miembros. Esto estaba muy de moda. Más de lo que hoy lo está. Mucho más o… quizá igual, pero, de cualquier manera, separar así a la gente fue algo que emergió con fuerza a finales de los 80. Algunos de mis amigos llevaban esa ‘identidad grupal’ hasta extremos verdaderamente ridículos.

Tú también formas parte de un grupo; musical o de cualquier otra índole; también yo. Todos, todos podemos dividirnos en función de características muy diversas.

Algunas clasificaciones pueden resultar estúpidas, tontas, pueriles. La más famosa de twitter es aquella que separa a los sincebollistas de los concebollistas. La creación de grupos puede, no obstante, ser significativa en niveles que el ciudadano estándar ignora: porque, aunque dividir a las personas por su IMC (índice de masa corporal) un sábado por la noche, después del segundo vermú, para burlarse de los gordos es una soplapollez, con fines estrictamente biomédicos establecer el rango de la relación del peso del paciente con su altura tiene varias utilidades.

Huelga decir que una persona perteneciente a un grupo, sobre todo si es de un grupo de preferencias artísticas, es incapaz de entender a la persona que se halla en las antípodas de esas preferencias. En los 80 los heavys y los rockabillies, al menos en los pueblos de la comarca donde yo vivía, se peleaban con frecuencia entre ellos.

En el 2021 ese tipo de peleas no aparecen en las noticias, o quizá ni tan siquiera ocurren, pero hoy, sobre todo en las redes sociales, blogs e incluso en algunas columnas de opinión, algunos bregan, se enzarzan, en torno a las diferencias inherentes entre sus colectivos. Yo estoy seguro, de nuevo, de que tú ya has pensado en algunos de esos grupos y en los acalorados debates que sostienen.

Si tú reflexionases seria y fríamente sobre ello, llegarías a un punto paradójico, porque caerías en la cuenta de que cuando alguien le pone la etiqueta de obra maestra (da igual si en la música, el cine, la pintura o la literatura) a una determinada obra, esa obra es muy del gusto de la persona que establece aquel juicio.

Piensa: ¿conoces a alguien que haya dicho Esto es una obra maestra, pero me produce un tremendo asco?

Ni tú conoces a nadie que opine así, ni yo tampoco. Es imposible.

Y resulta ciertamente muy revelador. Nadie considera excelente una representación artística que le provoca repugnancia.

Significativo, ¿verdad?

Fuera, otra vez, del alcance de las personas poco pensantes, de aquellos que no reflexionan sobre estos asuntos, está también el hecho de que el ser humano se ve impelido por una fuerza invisible (biológica, evolutiva) con que dotar de coherencia a su vida. Pero esto es una tangente que, aunque justifica la defensa del grupo a que perteneces, no alumbra con bastante potencia la cuestión de cuál grupo tiene razón y cuál está equivocado.

Ninguno de los grupos está en lo cierto. Y los dos están en lo cierto.

Rockabillies, heavys, almodovarianos, fans de la ciencia ficción, del realismo o de la fantasía, clásicos, hipsters, antinolanianos, marvelianos…

El arte está en el ojo del receptor.

Anuncio publicitario

#197 La literatura (desde fuera) 3

Aquí tienes la segunda entrada de la serie Literatura (desde fuera)

«Su profundidad, su contundencia, su belleza y hermosura últimas (o la carencia de todas ellas), es la que hace elevarse la película o la novela».

¿No suena del todo mal, verdad?

A esa locución verbal yo seguramente le habría añadido una a: «es la que hace elevarse a la película o a la novela«. Pero no quiero ponerme tiquismiquis con la ortografía. No es mi intención discutir sobre lenguaje. Esta serie, La literatura (desde fuera), bascula en torno a la circularidad que acontece siempre en una crítica de arte. Y si el lector de estas líneas fuese una persona muy inteligente, si, poniendo el ejemplo que solían poner en E.G.B en los años 80 (para iniciarnos a los chavales en una disciplina que nadie sabía que era infinita) con la pregunta de «¿Qué es una mesa?», y que en la mayoría de los casos nosotros, imberbes e inocentes, siempre contestábamos «Una mesa es… una mesa»; o al mostrar la paradoja que supone la espada más afilada del mundo; el acero que puede cortarlo todo pero que no puede cortarse a sí mismo, si, retomando la primera proposición, ese raro lector fueses tú, si hubieses alcanzado cierto nivel de inteligencia como para intuir que el lenguaje posee unos límites y que detrás de ellos (o en ellos mismos) puede haber cosas que no sabríamos definir si las descubriéramos, yo ampliaría el objetivo de esta entrada no solamente a la circularidad en la crítica del arte, sino a la palabra en sí misma.

No voy a citar al autor de la frase con que se inicia este post. No voy a poner el link a su página web. Yo no menciono a los tontos, yo, como aborrezco a los torpes, procuro no expandir su fama, no les doy cobertura. Y torpes hay muchos; pero los genios, que son muchísimos menos, ameritan que se hable de ellos; que se los estudie. No obstante, me enerva comprobar que se utilizan en las artes los términos profundidad, contundencia, belleza y hermosura sin ser ni remotamente consciente de que cualquier juicio de valor de una obra pertenece al modo de pensar o de sentir del sujeto que emite esa sentencia y NO al objeto de la misma.

Debo reconocer que llevo varios días entrando a WordPress sólo con esa idea en la cabeza. También admito que se trata de un concepto peregrino, que no ofrece la menor duda. Hay que ser muy obtuso, como es el caso del autor de la primera frase, para no apercibirse de que en las artes, a lo sumo, a lo que aspira uno es a darle al MeGusta con el convencimiento de que la película que ha visto o el libro que ha leído han conseguido tocar una fibra, una cuerda intrínseca e intransferible de su anatomía.

Acompáñame, por favor, a mi despacho.

Ven, hombre, ven… No tengas miedo.

Aquí está mi biblioteca.

Hagamos un experimento: comparemos dos libros muy distintos.

Tú y yo (sí, tú y yo, porque ahora estamos solos tú y yo, cara a cara; porque tú lees lo que yo escribo, pero si no leyeses esto, es como si yo nunca lo hubiese escrito); tú y yo, repito, vamos a dejarnos arrastrar por la circularidad de la crítica en el mundo del arte y vamos a divagar hasta el infinito y más allá sobre cuál de los dos textos que a continuación leeremos es mejor.

He aquí el primero.

«Veo que no se siente Vd. favorablemente impresionado», dijo la dama apoyando un instante su mano sobre mi manga. Combinaba un frío atrevimiento —el exceso de lo que se llama «aplomo»— con una timidez y una tristeza que hacían tan artificial la nitidez con que elegía sus palabras como la entonación de un profesor de «dicción».

He aquí el segundo.

… se le ponía demasiado difícil así que medio me volví y me paré entonces empezó a darme la tabarra para que dijera que sí hasta que me quité el guante despacio mirándole él dijo que mis mangas caladas eran demasiado frescas para la lluvia cualquier cosa como excusa para poner la mano cerca de mis bragas bragas todo el santo día hasta que le prometí darle las de mi muñeca para que las llevara en el bolsillo del chaleco O María Santísima qué aire tan idiota tenía él, chorreando en la lluvia espléndida dentadura me había dado hambre de mirarla y me pidió que me levantara la enagua naranja que llevaba con plisados de rayos de sol que no había nadie dijo se arrodillaría en lo mojado si yo no lo hacía tan empeñado que lo haría de verdad y echaría a perder su impermeable nuevo nunca se sabe qué locura les entra a solas con una se ponen tan salvajes por eso si hubiera pasado alguien yo me las levanté un poco y le toqué los pantalones por fuera como le hacía a Gardner después con la mano izquierda para impedirle que hiciera algo peor donde había demasiada gente me moría por averiguar si estaba circuncidado él temblaba como una jalea…

¿Es mejor el primero que el segundo? No, ¿verdad? El segundo, además, no es mejor que el primero, ¿a que no? Son diferentes. ¡Son muy distintos! Pero, ahora que tú y yo ya nos hemos fundido en una misma existencia, porque estas palabras ya se proyectan en tu cerebro o emergen de tu sistema fonatorio con tu voz, es muy sencillo afirmar, es muy fácil decir que NO podemos tirar a la basura ninguno de los dos textos; somos incapaces de darle a uno de ellos tres estrellitas y al otro cuatro estrellitas. Podemos analizarlos; podemos diseccionarlos hasta un límite insospechado. Podríamos caer en el atrevimiento de inferir la intención que tuvo cada autor cuando escribió. Si nos ponemos las gafas gramaticales, ¡madre mía si nos ponemos las gafas gramaticales!, seríamos como los fiscales de la Audiencia Nacional.

Y pese a todo ello, y pese a muchas cosas más, algo nos dice que lo mejor (¡que lo único!) que podemos hacer es captar precisamente aquello que nuestro juicio nunca, repito, nunca, nunca jamás, captará.

#196 La literatura (desde fuera) 2

Aquí tienes la primera entrada de esta serie.

¿Sabrías tú decirme cuántas gotas de agua o qué volumen de líquido logra colmar un vaso, pero no en el sentido literal de la palabra, sino desde la intención que siempre se le ha atribuido a esa frase, es decir, qué (o cuánto) tiene que pasar para que una situación se desborde? ¿Crees que podrías marcar en el aire las partes de un compás de 4/4 y acertar el momento exacto en que ese determinado evento va a ocurrir? Estoy razonablemente seguro de que conoces al cantante estadounidense Bob Dylan, y que recuerdas, al menos vagamente, una canción que establece una pregunta parecida a la que yo te planteo al inicio de este post. La pieza musical lleva por título Blowing in the wind; la pregunta traducida desde el inglés al español dice así: ¿Cuántos caminos ha de recorrer un hombre para poder ser llamado como tal?

¿Sabes tú el número de caminos? No, ¿verdad?

No te preocupes. Yo tampoco.

A mí la innombrable, aquélla que está rodeada por una especie de sólida y férrea aureola, que es dueña de una merecida fama de hueso, pozo sin fondo, desafortunadamente, de casi un centenar de universitarios que cada año, en sus dos convocatorias oficiales, fracasan, suspenden, se hunden y se desesperan, a mí, insisto, la asignatura de * en la Facultad de * me costó aprobarla tres años. A la quinta convocatoria.

A la quinta.

Pero hubo quien la sacó a la séptima. A la cuarta. A la primera. A la segunda…

¿Cuánta agua le cabe a un vaso antes de que llegue la fatídica gota que lo colma? ¿Cuánto debe sufrir un tío para que le pongan la etiqueta de “hombre”? ¿Cuántos hachazos debes darle a una puerta para hacerla añicos y traspasar su umbral? Más sencillo: ¿cuántas veces ha de equivocarse un niño (en el periodo en que va a la escuela) despejando la x de una ecuación, o subrayando el sujeto, el verbo y el predicado de una frase? ¿Cuántas? ¿Cuántas veces?

¿Qué tiene que pasar para que aprendas; cuánto ha de repetirse una situación para que una determinada habilidad o un conocimiento concreto, o lo que sea, permee dentro de tu mente lo bastante hondo y con el arraigo necesario para que digas Ya está; ya es mío?

¿Cuánto, amigo lector?

Difícil cuestión, ¿eh?

A través de los años he conservado la amistad de una persona que aprobó la famosa asignatura hueso a la primera con una nota de 9,32. Aquel año se concedieron dos Matrículas de Honor: la de mi amigo y la de otra chica que obtuvo una nota de 9,57. Si te pica la curiosidad, yo saqué (¡al final!) un 6,11. Todos los abandonos que se producen en la carrera que yo estudié, no sin sorpresa, tienen lugar en el año en que esa asignatura es impartida. Hubo gente que nunca pudo aprobarla; universitarias y universitarios que trataron de roer el hueso durante diez, once, doce… durante una cantidad asombrosa de veces (se trataba de la antigua Licenciatura donde no había un número máximo de convocatorias; no sé cómo es hoy en el Grado).

Ahora que ya estás en antecedentes sobre la dificultad del cuánto, te resultará fácil entender la idea que vertebra la segunda entrada de la serie Literatura (desde fuera): hay quien lee un libro y capta por ósmosis de velocidad supraluminica la esencia de la literatura; quien ve un cuadro y absorbe de un trago (como un taponazo de tequila) el mensaje implícito en él…

… y hay auténticos estúpidos, verdaderos tarados mentales, engendros de la peor ralea que puede dar a luz la Naturaleza que podrían leer todo lo escrito en los siglos XIX y XX y lo que llevamos de XXI y no ver (¡ni siquiera llegar a atisbar!) el arte… el arte… que esas obras contienen.

Estas últimas semanas he estado leyendo lo que escribe uno de esos imbéciles que ha leído (dice haber leído; quizá no sea del todo cierto) las (según este abrazafarolas) Grandes Obras de la Literatura; y visto… y entendido… las grandes películas de la historia del cine. He estado leyendo a un tontorrón de tomo y lomo; a quien no le entraría el Quijote ni aunque se lo clavases en la calota a machetazos.

El sujeto de marras analiza la narrativa (el pobre gilipollas se hace llamar a sí mismo crítico), con mayor o menor torpeza (a mi juicio insulsa y mecánicamente), pero, por desgracia, lo peor de todo, el auténtico problema es que no percibe el núcleo del asunto. No percibe una mierda.

Se puede a la primera, se puede a la segunda… o la séptima; él no lo conseguirá jamás.

#195 Literatura (desde fuera)

Voy a escribir una nueva serie en el blog: Literatura (desde fuera). Va a ser una especie de pseudorreflexión sobre el arte literario, pero, lustrándome los zapatos, engominándome el bigote, transformándome en un hesperto, el argumento vendrá o se engendrará desde fuera de la literatura. No a través de la perspectiva del caro lector, sino de (o sobre) las personas hentendidas en el arte literario. La serie también contendrá pseudorreflexiones sobre otras disciplinas artísticas. Aquí tenéis la primera.

Resulta escandalosamente fácil analizar una obra. Sus elementos. Sus nexos. Sus intenciones. Su narrador. Su (hábil o torpe) autor. Su registro, ¡sus registros!. El uso (ágil o desafortunado) del estilo directo, El nivel de dificultad implícito en su sintaxis, etc., etc., etc. Insisto: todo ello resulta muy muy muy fácil.

«Pero, chiquillo, aquí hemos venido a divertirnos, ¿no?»

Sin embargo, os dejo antes de irme (en la pregunta del párrafo anterior), una muestra, (¡para muestra un botón!), una muestra diminuta y quizá insignifcante de que ése que habla de divertirse no soy yo, Por raro que os parezca, ése no es 921kibu. No, por dios. ¡Ése no soy yo! Yo soy un amante infiel, un amante contradictorio de la literatura. El que formula la pregunta, empero, es un imbécil como la copa de un pino. Es un imbécil que puede ser diseccionado por cualquier hesperto, por cualquier cuñao.

Pero desde fuera: el crítico está tan atenazado que no puede cohabitar el plano donde vive el subnormal ése que quiere divertirse. ¿Por qué? Porque existe un salto desde la razón a la sinrazón, cuyo sustento matemático poca gente conoce, que ignoran quienes deciden hacer críticas sobre arte.

No olvides que el pazguato de esta entrada no soy yo. ¿No te lo crees? Escucha.

«Pon unas explosiones. Pon una escalera que chirría. No sé… dale vidilla al texto, que aquí parece que no ha pasado nada».