#84 Arte e insatisfacción

Existen insatisfacciones de muchos tipos, hay todas las que uno o una quiera escoger. Mira a tu alrededor, mira, mira, el mundo está insatisfecho. Insatisfechos espíritus, de todas las culturas, de todos los colores y de todos los credos, hay en cualquier esquina en donde uno o una se pare a mirar. Tú me podrás decir con buen criterio que la insatisfacción se revela como el motor más eficaz para perseguir su antítesis, la satisfacción, la felicidad. Es cierto y, sin embargo, a pesar de que el hambre nos hace cazar, la insatisfacción imprime al rostro unas líneas antinatura. Si la observas con detenimiento, la cara de la persona insatisfecha es una cara despeinada con una torsión artificial. Si no te lo crees, mira los artistas, almas insatisfechas que se autoinfligen penurias y se regodean sobre el estiércol. Muchos de ellos, debido a su gran insatisfacción, quieren morir, anhelan partir hacia el más allá porque viven en la certidumbre de que no será sino a través de la muerte la ruta que todos ellos seguirán para alcanzar… el arte. Pintores. Escritores. Músicos. Ahí están. Míralos, corriendo tras un ente no visible para el resto de los mortales excepto cuando ya han muerto… cuando los turistas arriban al museo, o cuando un lector entra en una librería, o cuando un matrimonio cruza el hall de una sala de conciertos. Rostros desfigurados por el dolor y la angustia; discursos incongruentes que los profesionales de la psicopatología etiquetan como trastornos mentales; rodeados de grasientos dedos acusadores; apestados por percibir el cosmos de un modo inapropiado, inverosímil, no neutro, no convencional. ¿Qué hacemos con la insatisfacción, muchacho? No me vengas con tonterías, no me digas eso de que en el término medio está la virtud. ¿Has leído Moby Dick? Su autor, mientras escribía, se volvía literalmente loco. ¿Recuerdas cuando el capitán del barco se cuestiona a sí mismo y se pregunta por qué contra toda lógica persigue su sueño? No era el capitán quien se contradecía, no, no, no, era Herman, consciente de que todo su más inmediato entorno le instaba a abandonar el estado de enajenación que suponía la escritura de Moby Dick, quien se desquiciaba en su escritorio. No era la mano del capitán en el timón; era la mano del escritor con el lápiz. Fue su propia relación con la literatura la que inspiró la aventura de Ahab.

Estoy seguro de que tú conoces a otros infelices que terminaron finalmente alumbrando obras maestras, ejercicios de maestría que con el paso de los años el público ha disfrutado sentado en el sofá de sus casas con una taza de café al lado. O, si quieres, puedes buscar en internet lo que dijo Gustav Mahler acerca del proceso de creación de una sinfonía. Verás…, verás lo alejado de la realidad que está el muro que nos separa de la creación artística. Léelo con detenimiento, sé crítico con dichos planteamientos, obsérvalos como lo haría un psiquiatra, tásalos con las unidades de medida que te proporciona twitter. Verás… verás qué divertido todo. Qué insensato. Qué loco. Asistirás a una representación tonta, torpe, difusa y desacoplada de la vida de un ser humano normal y corriente. A millones de años-luz del cristal de una persona que madruga todos los días y va a trabajar para pagar el alquiler y la comida de sus hijos. Comprobarás lo ‘zumbao’ que estaba ese tío. Ése y todos los de su calaña. Gente insatisfecha que perdió la rula. Beethoven creía ser dirigido por dios y Toscanini dijo que dios estaba tras la tinta negra de la partitura.

Nada lógico, nada acorde con… con… nada.

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