A través de una extraña pero eficaz metáfora, hay quien dice que la sobremesa de los domingos puede ser considerada como un jardín francés: algo grande, abierto, teatral pero majestuoso, primero por la pasión con que los comensales de tan tradicional pitanza afrontan el ocaso del fin de semana y, en segundo lugar, por cómo la perentoriedad de ganarse uno las habichuelas al día siguiente saca a relucir una sinceridad cruda; por cómo el séptimo día —a las 16:22 horas aprox.— el alma humana da salida (y entrada) a asuntos de auténtica envergadura y calado.
En mi familia, estos temas se dirimen a través de cuatro facciones o grupos de poder. El bloque religioso, compuesto por mi abuelo materno y un sobrino mío sacerdote; el eje político, con mi padre a la cabeza, seguido a poca distancia de mi hermana mayor; el grupo científico, al que yo pertenezco, liderado de forma bipartita por mi madre y mi tía, astrónoma y química respectivamente; y en último lugar el sector más poético: el reducto literario, formado por mi hermana pequeña, su marido y el matrimonio vecino de mis padres que ya son como de la familia. Existen dos vértices más en esta escena, pero son elementos secundarios del debate: los meros espectadores: el resto de una familia supernumerosa que se limita a escuchar y no se inmiscuye prácticamente en las dominicales disputas; y por último están los niños que, qué duda cabe, pasan olímpicamente de lo que hablan los mayores.
Por motivos que no harían comprender mejor al lector la historia de las siguientes líneas, la sobremesa del domingo pasado se vio privada de la mayor parte de los protagonistas. La función teatral en este caso corrió de la mano de: el sacerdote (Miguel), mi hermana mayor (Elena), mi hermana pequeña (Luz), mi tía (Eva), un servidor y, por casualidades del destino, el matrimonio amigo de mis padres había invitado el pasado fin de semana a un escritor (no muy famoso) que, naturalmente, se unió y de buena gana a la escuadrilla literaria. No diré su nombre, pero le llamaremos K. Huelga decir que la no comparecencia de mi padre y de mi madre dotó a la sobremesa de un tono liviano y distendido, lejos de los enconados debates que tienen lugar cuando mi sabia madre eclipsa al resto de la familia con el fuego de la Ilustración; Elena, cuando no está su queridísimo papá, se siente menos entusiasta y vehemente, y parece olvidar el mundo de los políticos. No obstante, en esta ocasión el bloque más numeroso era el literario, y la conversación tuvo tendencia en todo momento a centrarse en el mundo de la literatura, sobre todo por la presencia del invitado.
Hablamos de lugares comunes (el Quijote, Pérez-Reverte, El código Da Vinci) y también de lugares quizá no tan comunes, como, por ejemplo, de Borroughs, o de Hamsun, Miguel citó la novela El hombre que era jueves, de Gilbert Keith Chesterton, porque según sus palabras: «en el final se apela al núcleo moral del hombre». Cuando ya habíamos divagado hasta lo indecible sobre los recovecos de la ficción, tomé el mando de la charla y le pregunté a K a bocajarro.
—¿Vd. por qué escribe? ¿Cuál es su verdadera motivación para escribir?
—Querría no escribir más —dijo mientras posaba tranquilamente su Gin&Tonic sobre la mesa—. Querría, créanme, que desapareciera de una vez y para siempre este impulso maldito. Ojalá esta droga que recorre mi cerebro sea algún día metabolizada por mi hígado y no quede en mis venas rastro de ella nunca más. Yo querría abandonar el paritorio de las palabras y leer… leer a una distancia de seguridad prudente, observando el precipicio a lo lejos. Querría dar mi más sincera enhorabuena a algunos escritores, pero sin comprometerme, con cautela, alejándome de la belleza de la literatura, como aquel anciano sabio del museo que contemplaba un cuadro desde el umbral. Querría absorber la narrativa, acariciar su luz al otro lado del andén. Y querría desembarazarme de esa voz vespertina que me susurra al oído: «Coge al lector de la pechera, métele la cabeza en un barreño de agua y no se la saques hasta que vea la muerte apoyada en una esquina». Quemar querría todas las libretas con mis notas. Pero… pero no puedo. No puedo.
Nos quedamos todos estupefactos. No supimos qué contestar.
Fácil… O le aplaudes porque acaba de escribir una obra de arte o le das una palmadita en el hombro y le dices: Venga, que esto no es una entrevista para la 2 de tve, ¿se vive bien, verdad? ¿A qué hora te levantas mañana? Yo a las 5 de la mañana…
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Se lo preguntamos! Dijo levantarse a las 12!
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