Hay tantos escritos, se han vertido tantos ríos de tinta, y esparcido tantos batallones de píxeles por la red, tantas líneas de boli rojo intentando corregir lo incorregible; hay tantos libros magníficos, hay tantas muestras de sabiduría, existe tanta originalidad… Bucea quien quiere bucear no solo en bibliotecas y en librerías sino en los corrillos de Internet —en esos pequeños pero bien avenidos grupúsculos de personas que charlan sobre lo que leen— y allá en el fondo encuentra verdaderas joyas, soberbias obras de arte que unos pocos locos conocen…
He aquí la gravedad y la grandeza de este hecho: los anuncios publicitarios de novelas —las reseñas de la maquinaria del mundo del libro: esas que nos llegan, queramos o no, a través de su fastidiosa omnipresencia— al final consiguen precisamente el efecto contrario que buscan: luces de neón con un mensaje inequívoco: No me compres.
A lo que yo añadiría: No soy lo que buscas.
Siempre pasa, La vegetariana y La amiga estupenda fueron dos de esos libros tan publicitados que rehuí su lectura hasta que no pude más.
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La elección del siguiente libro es algo muy personal, intransferible, a veces sobresaturan con su propaganda.
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