Observar. El diario en el cajón

Hay dos mujeres, sentadas en la mesa de tu izquierda, charlando. Escuchas una pregunta: Lo primero de todo, ¿cómo estás?

No te interesa la respuesta; miras a la que ha sido interpelada; lleva el pelo algo enmarañado; ese signo te hace creer que no es una persona coqueta; la mirada que dirige a su compañera de mesa es una mirada sabedora, consciente de que ella no busca información; rompe el hielo.

Piensas que las mujeres se apoyan en sí mismas mucho más que los hombres. Estás seguro de que la soledad de uno de nosotros se curaría con unas pocas milésimas de segundo, sacadas por algún piloto del mundo del motor; con aspavientos; con golpes en el hombro; con chanzas sobre el deseo sexual.

Sales del bar y te fijas en los viandantes: en una vestimenta negra; en un brazalete rojo, en una chica que manda un audio por WhatsApp, en el montaje de un escenario (inútil, pues, tú sabes, el lunes lo desmontarán) para la música del fin de semana.

No has comido hoy.

No tenías ganas de cocinar.

A través de los ventanales grisáceos de una pizzería ves a otra gente. Al pasar por la puerta, ¿es orégano lo que hueles?

A diferencia de aquella persona desgreñada, tú escribes.

Tú lees.

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