#45 Cómo disfrutar del arte…

Dicen de las novelas que uno sólo se acuerda, lustros después de haber sido leídas, del ambiente general que hubo en las mismas y de los sentimientos —y sobresaltos— a los que el corazón del lector se vio sometido mientras leía. El término preciso que yo le otorgaría a eso es tono. El tono, con sus diferentes registros, es lo que parece recordar a la postre el lector. Así, a veces, de modo similar a la transición que tiene lugar entre las estaciones del año, especialmente aquella que discurre a finales de otoño y principios de invierno, el tono de un relato se adueña de la situación con tal contundencia que sumerge al lector pausada y lánguidamente en las entrañas de la novela… hasta llegado un punto en que quien lee encuentra verosímil todo aquello que lee. Además, a la suspensión de la conciencia (objetivo intrínseco de cualquier ficticio relato) a través de ese subyugante ambiente, debemos añadir un número indeterminado de momentos concretos, no más de 2 ó 3, que los lectores siempre recordarán. Tono y momentos puntuales de gran intensidad. Pero vosotros me preguntaréis: ¿no hay quien busca una enmienda política en el arte literario? Por supuesto. ¿Qué pasa con los que leen novelas exclusivamente por la conciencia social de las mismas? Claro, claro… qué duda cabe. ¿Y los sesudos, qué hacemos con los sesudos que intentan adquirir conocimientos filosóficos a través de la narrativa? Ya, ya… claro, sin duda, sin duda. Los seres humanos leemos por muchos y muy variopintos motivos.

Sin embargo, las personas con tales motivaciones no escriben en este blog.

Así, reclamando libertad de interpretación de cualquier obra artística, pero aconsejando, honesta y desinteresadamente, al lector de estas líneas adherirse ciegamente a mis tesis, diré que las virtudes que los estudiosos del Quijote le dan a la obra de Cervantes, no son para mí sino baratijas que no adquiriría ni aunque me las regalasen. No, no, no: el Quijote a mis ojos se reduce a la súplica de Sancho cuando aquél se está muriendo; esas palabras que no recuerdo con precisión —de las que no haré un burdo copia y pega para impresionarte mientras me lees— y que vienen a decir que morirse no es morirse sino no salir en busca de aventuras; eso es precisamente la muerte: la resignación de no perseguir aquello que quieres. Un párrafo de un tonto que era muy tonto y que acabó convirtiéndose en sabio. Hazme caso; o no me lo hagas; pero al menos sé libre en tu relación con la literatura, pero sobre todo no te dejes impresionar por las milongas de los eruditos. Una novela es una especie de katana que te parte por la mitad, cuando tú, inocente de ti, creías de hielo hecho estar… Quien esto escribe jamás negará las virtudes de la que probablemente es la mejor novela de nuestra literatura; tiene innumerables virtudes… ¡los escritores de hoy en día no lograrían articular con claridad el juego de espejos que Cervantes estableció con las figuras del narrador, el traductor y el escritor de su gran obra! Lo que yo discuto, no obstante, es que bajo esa perspectiva academicista hasta la náusea los sabiondos nos obligan a disfrutar del arte de una manera excluyente; como si para contemplar una catedral no valiese otro status que el de los profesionales de la arquitectura o, sin saber nada de blancas, redondas, negras y corcheas, y sin haber visto un pentagrama ni por casualidad, no pudiese uno perfectamente y sin ninguna cortapisa emocionarse con la música.

He aquí los créditos finales: hay expertos en el Quijote que nunca lo han leído.

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