183 Sin solución de continuidad

Yo me imagino una carrera infinita, sin solución de continuidad, entre la tortuga y Aquiles. ¿Hacia dónde van? Pues en todas las direcciones. ¿Y desde cuándo y hasta cuándo? Desde siempre y para siempre. Lloros y risas en simétrica alternancia: un teatro perenne e inagotable. La noche y el día no solamente en oposición sino también en complementariedad. La Naturaleza, la physis griega completa, absoluta, cíclica, con la verdad y con la mentira. Sin solución de continuidad. Mientras el cerebro (como el bebé explorador que busca más allá) busca y rebusca…, pero por fortuna y por desgracia está todo. Todo, hijo mío, todo. Más allá de la physis griega no hay nada; no es la nada cuántica; no: es la nada absoluta. Tú eres todo. Todo eres tú.

Sin solución de continuidad.

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#182 Los versos satánicos. Salman Rushdie

Una mañana invernal del año 2010, ataviado con mi abrigo verde y mi gorro gris, por las calles de un polígono industrial con sus fábricas cerradas a cal y canto, un gélido y cristalino domingo, en la visita a un mercadillo donde hacía un frío de mil pares de cojones, vagabundeaba yo (vagabundeaba mucho más que los vagabundos que allí vendían antigüedades y enseres de dudosa utilidad), vagabundeaba yo, repito, buscando libros de segunda mano, cuando hete aquí que por una feliz casualidad pasé por al lado de un puesto donde alguien, no recuerdo ni si era mujer u hombre, no retengo en la memoria ni un solo dato sobre aquella persona, entre los libros que vendía, vendía Los versos satánicos de Salman Rushdie por 1€.

Diez años después, sí, después, siempre después; después de muchas lágrimas vertidas, muchos libros leídos, muchos latidos en el corazón; después de transformarme teóricamente en una persona más sabia, después de dos lustros, después de 5 256 000 minutos, después de descubrir que algunas cosas parecen ser cosas que en realidad no son, viendo por la ventana del piso el fenómeno meteorológico que llaman ciclogénesis explosiva, leo Los versos satánicos de Salman Rushdie.

#178 ¿Dónde estoy?

Qué puedo decirte que no te haya dicho… Ya sabes que estoy perdido. Siempre anduve perdido, pero ahora amargamente soy consciente de que no tengo ni la menor idea del lugar que ocupo. A duras penas recuerdo quién soy; cuando recuerdo quién soy, no sin sorpresa, veo a esa persona muy lejos. Es auténtica, no pondré en duda su originalidad, pero ella sólo es una pieza dentro de un inmenso engranaje, una polea entre millones de poleas que sustentan una maquinaria mucho más compleja. Conceptualmente el bucle a que tanto me aferro para entender el entorno es el ejemplo perfecto para entender por qué estoy desubicado, solo y perdido. Porque veo todas las poleas, ¿podrás creerlo? Todas… Y esto me lleva a una pregunta angustiosa y bella: ¿Dónde estoy?

#164 Óbito. Loqueros

En la segunda mitad del primer decenio del siglo XXI, en una unidad de psiquiatría de un hospital de la costa levantina, por motivos ajenos al interés del lector de estas líneas, tuve la desgracia de hablar con una chica de 17 años que había intentado suicidarse dos días antes. Su nombre era Carla.

Carla conectó al tubo de escape del coche la manguera del jardín y la introdujo en el interior del vehículo; se sentó a esperar a la muerte.

Su abuela, por caprichos del destino, ese día volvió del supermercado mucho antes de lo habitual.

Carla —me di cuenta durante la entrevista— era una niña culta e inteligente. Resultó espectacular ver cuán inmune fue esa adolescente al influjo de mi persona intentando en vano convencerla para seguir viviendo.

Al final de nuestra charla le dije:

No lo soportas más. No puedes más. Has llegado de forma definitiva a un punto en que avanzar te resulta imposible. Es el final del camino. Un desvío a esta altura del viaje. Un cruce. Una bifurcación. Ahora, a tu espalda, ardiendo en llamas, la carretera ha desaparecido. Se ha esfumado. La senda implícita de esa carretera solo existe en la representación neuronal de tu cerebro. En tu mente. Se trata de un tiempo pasado.

El mapa del país donde vives no registrará esa vía nunca más.

Sólo puedes caminar hacia delante.

Dos años después, se mató.

#157 Enjaulados

El mundo de la paradoja tiene como base de sustentación al lenguaje y a las palabras, pero si no fuéramos capaces de ir más allá de este hecho, estaríamos abocados a un pozo sin fondo. Aquiles, víctima de esta consecuencia lingüística, no podría alcanzar jamás a la tortuga.

Yo a veces necesito ver en la escritura el dibujo de una composición musical; el andamiaje arquitectónico de un texto con una filosofía estrictamente estética. No obstante, otras veces me siento invadido por alguien que detesta la vida, ya que nada logra curarme, ya que nada logra satisfacerme. La tranquilidad se me escapa de entre los dedos día y noche, día y noche… Es muy probable que estos sentimientos salgan a flote por el confinamiento de la crisis sanitaria, pero yo estoy convencido de que el confinamiento alumbra la punta del iceberg.

¿Has estado alguna vez en un parque acuático de atracciones? Con el jolgorio de miles de niños jugando en el agua. Los adultos afanándose en vivir una vida sobre la cual no se han parado a pensar nunca. ¿Te has fijado que los toboganes no tienen asideros? El niño o la niña se lanza hacia abajo consciente de que no hay nada a que agarrarse.

¿Cuál es mi asidero? Un monte. Un monte muy verde, frondoso, arcaico, leal. Un monte con varios chalets desperdigados sobre su falda; algunos son blancos, otros amarillentos, frutos del trabajo y el tesón de hombres que ya no están entre nosotros y que pusieron ladrillo a ladrillo sus huellas en la tierra.

Hilos de tender la ropa. Sábanas blancas, verdes y grises se acompasan al batir del viento. Hay tendidos dos pijamas de color azul marino; el aire bambolea sus mangas como si dentro de ellas estuviesen los brazos de un actor y una actriz de teatro. Míralos, están poseídos, en trance, en comunicación con la naturaleza. (El monte de mi infancia es el fondo de esa imagen). Oscuros árboles. Paredes blancas. Entre todos los chalets hay uno cuyo tejado de color rojizo desentona con los demás, ¡ése es de los nuevos!: ése no tiene tanta personalidad como los otros.

Cae, ahora, de entre las hojas de esta libreta un pequeño botón marrón. No sé de dónde ha salido. No sé qué hace aquí. Esta grata sorpresa me recuerda la innumerable cantidad de planos narrativos que conviven en una misma redacción; no me cansaré nunca de decir que la literatura va de hilvanar planos, muchos planos, infinitos planos.

Vosotros sois conscientes del enorme abanico que tiene frente a sí un escritor cuando decide posar la punta de su bolígrafo en el papel. Vosotros sabéis de primera mano que una historia puede ser contada no sólo desde diferentes perspectivas (en una división meramente didáctica), sino con varios estilos, formas y voces. Todos conocéis los infinitos recursos que ofrece la ficción: en una pared puede aparecer el rostro difuso de una persona; un halcón puede matar a una paloma que portaba un mensaje.

Son las 20:01. Un grupo de chavales canta el cumpleaños feliz. Una mujer, con el pelo recogido en una coleta, asomada al balcón de su casa, con la angustia impresa en los pómulos de su rostro, aplaude quizá sin saber muy bien el porqué. Yo escribo desde un rincón de la terraza —los actores siguen en trance dentro de los pijamas de color azul marino—… un rincón de la terraza donde nadie me ve. Las campanas de una ermita lanzan un mensaje al aire. ¿Habrá algún halcón para interceptarlo? Escucho el piano y el saxo de la versión 2020 de Resistiré.

Yo no resisto; yo vivo por inercia. Estoy en un plano que no logro ubicar: a veces pienso que estoy en el mismo plano donde Aquiles no puede alcanzar a la tortuga.

Hay un pasillo. Mis piernas están cruzadas. Esta libreta se apoya en una de ellas. El bolígrafo sujeto por los dedos brinca y caracolea por encima del papel. Alguien desconocido, al mismo tiempo que las palabras se dibujan sobre el fondo blanco, lee en voz muy baja: «brinca y caracolea».

Escribir me salva.

#155 Uróboros

No me resulta fácil entretejer de un modo literario el mensaje que quiero hoy transmitir, en primer lugar porque se trata de la crónica de algo que jamás sucedió, o, si en verdad sucedió, lo hizo de una manera muy diferente a como lo recogen estas palabras: ayer, cuando terminé de comer a mediodía, me subí a la terraza a andar un rato; lo hice porque la sobremesa me estaba adormeciendo, la televisión me saturaba, y no quería echarme la siesta para poder dormir por la noche con mayor profundidad.

Al asomarme al paisaje desde lo alto del edificio, supe de inmediato que lo que estaba experimentado debía ser trasladado al papel. Así lo hice. Escribí una crónica verdadera, fidedigna, aferrada a la realidad.

Sin embargo, he aquí la dificultad a que hice referencia en la primera frase de esta entrada, después de escribirla la borré. Lo hice porque no me satisfacía. No había ritmicidad en el texto; todas y cada una de sus frases resultaban ser siempre la misma frase. Incluso las oraciones en pasiva, que, por regla general, aportan luz y vigor, eran percibidas por mí mente como piedras de cartón que no hacían ni ruido ni daño.

No obstante, soy de los que piensan que en un libro cabe todo; la alquimia de las palabras es infinita; el lenguaje, como el uróboros, es eterno; apresa lo inapresable; imagina lo inimaginable.

Por ese motivo, esta entrada deviene en el relato de un relato, el lector tiene mi permiso para pensar que deviene, en realidad, en el relato de un relato de un relato ―«y a ti, sí, a ti, que lees con fruición estas líneas, te concedo la potestad para que reflexiones sobre la tesis de que este post no es sino el relato de un relato de un relato de un relato»―.

Antes de despedirme, antes de volver al confinamiento por la pandemia, te dejo una prueba de mi presencia ayer en la terraza. Ya habrás adivinado que se trata de un recurso literario; una metáfora con que escribí el texto que finalmente fue borrado: «Al franquear el último peldaño de la escalera, un cielo majestuoso como un Almirante de la Marina me estaba esperando».

Ardo en deseos de escribir cómo escribí las anteriores líneas. (Y luego escribir cómo he escrito la anterior frase).

Y luego…

#145 Probando, probando… sí, sí. Probando

Allí estaba él, a pocos metros del escenario de la única plaza del pueblo, allí languidecía él, encargado de sonido de una orquesta contratada para las fiestas patronales; con unos guantes amarillos desgastados en los bolsillos traseros del pantalón, posando sus hastiados dedos en las bandas del ecualizador, allí, allí estaba él, con la mirada perdida e inerte el corazón.

«Probando, probando… sí, sí. Probando».

#144 La muerte y la luz

Hoy nadie se asusta si ve a un hombre rebuscando comida en un contenedor de basura. Es algo habitual, cotidiano, diario. La fotografía de la época que nos ha tocado vivir, por la anómala brutalidad de la crisis económica, nos enseña el paisaje con una transformación ostensible respecto de la época de nuestros padres. Hoy dicha metamorfosis parece haber adquirido un estatus de normalidad. La imagen cuasi apocalíptica de gente sin trabajo y sin futuro, de gente que ha renunciado a la vida —aunque siguen respirando—, es a principios del año 2020, por desgracia, una visión a la que todos nos hemos acostumbrado.

Yo, ayer, tuve la mala fortuna de presenciar la muerte de una persona en la calle; el óbito de un vagabundo tirado en la acera a escasos metros de un centro comercial. Un mendigo que se puso azul como un pitufo (el término médico es cianótico) mientras levantaba los brazos hacia mí suplicando ayuda. No pude evitar su muerte. Llamé por teléfono a los servicios de emergencias mientras miles de viandantes pasaban por nuestro lado sin ni siquiera mirar.

No obstante, y he aquí la materia motriz de que se nutre este post, mientras esperaba la llegada de los sanitarios, observé las pocas pertenencias del mendigo. Tirada en el suelo había una baraja de cartas manoseada y un paquete de pañuelos. Frente al muerto había una canasta de mimbre con dos monedas de 50 céntimos en su interior … Y en el regazo del mendigo… no más grande que la palma de una mano… una hoja de papel se balanceaba al compás del viento.

Estuve tentado de leerla, quise respetar su intimidad, pero la curiosidad poco a poco me vencía y la fascinación se iba apoderando de mí porque aquel hombre ya estaba muerto y porque poco importaba que yo la leyese o no. Manuscrita, y breve, su caligrafía era como la de un niño: sedosa. El azul del bolígrafo con que fue escrita dicha nota era azul almirante; tan bello resultaba ese color que el texto no parecía haber sido escrito por alguien abandonado en la calle.

Decía:

Siempre, in extremis, pese a todos, quizás gracias a todos, fuera de cualquier pronóstico razonable, exenta la participación de los dioses, abandonado por mis amigos y mi familia, quise yo como escritor experimentar a cualquier precio, soñé con bucles infinitos y dóciles bumeranes, me negué a usar un corsé, me sublevé contra el convencionalismo, el texto debía gritar, enmudecer al entorno, contradecir contradicciones, cerrándose

… sobre sí mismo.

Le hice una foto para no memorizarlo ya que supe de inmediato que traería esas líneas al blog. Al principio quise evitar la mirada de los curiosos, pero, como dije antes, a los vagabundos la gente normal no los mira. Una vez almacenada en mi móvil la información, volví a doblar el papel y lo dejé sobre el muerto, en la misma posición en que lo había encontrado

Me resulta muy nítida la intención que persiguió el mendigo al escribir esas pocas líneas. Después de estudiarlas con curiosidad, me doy cuenta de que quiso reflejar, en una serie de frases cuyo número de palabras va in crescendo desde el uno hasta el ocho, y, luego, decrescendo, desde el ocho hasta el uno (supongo que al escribir «dóciles bumeranes» hacía referencia a la propia expansión y contracción de lo que estaba escribiendo), quiso con ellas, repito, reflejar en la semántica un juego palabrescomatemático.

Sin embargo, lo más importante de esos 64 vocablos, abiertos al cosmos con un adverbio enérgico, cerrados como se cierran las cosas de forma natural (con el verbo cerrar); insisto, lo más notable del conjunto, más allá de la simulación con palabras del giro rotacional y el movimiento lineal que exhibe un bumerán, pese a la completitud de semejante redacción, repito otra vez, nos dice que lo importante está «en uno mismo». Y para rizar el rizo más si cabe, sobrepasando los límites de la casualidad, conquistando, por derecho propio, el terreno de la causalidad, el sustantivo central de esas magníficas líneas (la posición número 32) corresponde, como no podía ser de otro modo, a la palabra «escritor».

No sé qué pensaréis vosotros al respecto, no sé cuáles serán vuestras preferencias literarias, a mí ese párrafo me emociona. Me excita mucho más que la caterva de novedades mensuales que la industria del libro tiene a bien mostrarnos en las librerías y en las redes publicitarias. No solo me emociona más; me enerva comprobar que un miserable tirado en la calle escriba con más brío y solidez que los soplagaitas de nuestros literatos.

Me gustaría, ahora, dejar aparte la causalidad numérica y centrarme en la casualidad: la casualidad de que yo pasase por la acera justo en el momento en que el mendigo se ahogaba. Coincidiréis conmigo en que esto es una putada, pero, si, por razones que no vienen al caso, alguien reconoce la cianosis en un organismo humano… o al menos es capaz de identificar que otra persona se encuentra muy mal, está obligado a ayudarla. Más significativo me parece el hecho de que, minutos antes, yo paseaba tranquilamente por una avenida de tiendas iluminadas. A veces me detenía en el escaparate de una de ellas (vi unas botas de color marrón que me gustaron y que me parecieron muy caras); a veces me paraba, cogía el móvil, entraba en el whatsapp; recibí una llamada que duró 1 minuto y 17 segundos. En definitiva: un cúmulo de eventos aparentemente aleatorios que tuvieron como consecuencia coincidir con la muerte de aquel hombre, porque (no dejo de darle vueltas) si hubiese entrado en la zapatería y me hubiese comprado aquellas botas, no habría pasado lo que pasó: el vagabundo habría muerto pero yo habría pasado por su lado con posterioridad; no habría reparado en él; qué sé yo.

Tristemente, leyendo sus líneas, una angustia profunda y cuya fuerza se asemeja a la entrada de aquella pretérita luz —la luz al abrir mi madre la ventana del cuarto, despertándome para ir al colegio—, una angustia profunda, vital e innegociable, como si, en esos 64 milimétricos momentos, la existencia humana se condensara sobre sí misma, como si la vida tuviera nódulos que proporcionasen mayor velocidad, como ocurre con los nodos de Ranvier en el cerebro humano, cuando leo al mendigo, una angustia asfixiante invade mi ser hasta la última célula de la epidermis, invade hasta el último alveolo de mis pulmones, hasta el último eritrocito, hasta la última molécula de hemoglobina y hasta el último átomo de oxígeno, transformándome así en una persona que colapsa y que vuela, que muere y que vive; un hombre con un poder sobrenatural. Semejante estado de cosas me impulsa siempre a escribir. Las líneas dejan entonces de ser líneas y los huecos entre las palabras dibujan rostros de personajes de la Antigua Grecia, o el del panadero de esta mañana, o el de la camarera que tan amablemente me ha dado los buenos días, o la faz de aquel niño que me enseñó a atarme los cordones de los zapatos en la escalera amarillenta de un colegio de E.G.B. en 1980 y que desgraciadamente murió antes de cumplir los trece, y, además, en una aposición perfecta, con el gusto por la igualdad que mostraban los viejos arquitectos, con la maestría del pintor Diego Velázquez y con la mística de aquellos que se alejan de la ciencia, dos sustantivos se unen y brillan en la pantalla al escribir: son los ojos de ella…

El desbordamiento de la imaginación, tanto tiempo buscado, tanto tiempo pretendido, esquivo durante días, meses e incluso años, al primer toque de una corneta cuyo origen todos desconocemos, acontece; acontece y las imágenes emergen rápidas y lentas, superpuestas y paralelas y no obstante nítidas y cristalinas. Asoma su cabeza Miguel de Cervantes Saavedra con una melancólica seriedad. En las paredes de mi despacho fórmase un ágora donde están mi profesor universitario favorito, mi abuelo, Einstein, Servet, da Vinci… todos ellos de forma extraña me sonríen y cabecean asintiendo, dándome la razón pese a que yo no he expuesto todavía ninguna tesis. Veo las ramas de un árbol y detrás de él una avenida vacía se extiende; las hojas del árbol están mojadas, son tímidas, destelleantes; y hace mucho frío. Ella desliza la palma de su mano por mi pómulo derecho: besos de lluvia en labios lluviosos.

El sonido de las teclas del portátil, bajo la cúpula protectora que suponen esos nodos imaginativos, se convierte en el redoble de los tambores guerreros en lo alto de una colina anunciando el comienzo de la guerra. Guerras y amores. Desilusiones y proyectos. Testarudeces y abandonos. La letra escrita lo absorbe todo; lo magnifica todo, y el mundo, aunque acude a mis sentidos de un modo tan desnudo y tan primario, queda curiosamente alejado de mi persona.

Todo cobra sentido pese a la disparidad de los elementos que tienen lugar a mi alrededor. Ya no existen barreras, los límites se tornan imprecisos, nada taxativos. Equidistancia, volubilidad y ligereza conviven en armonía. La contradicción se asume como parte indisoluble de la naturaleza. El tiempo y el espacio, en bicéfala comandancia del universo, ya no pueden ser utilizados para establecer un orden de magnitud.

Tras la ventana veo el cementerio donde me enterrarán, y al fondo del pasillo veo el balón de fútbol de mi infancia.

Te vi morir. Leí tu nota. Descansa en paz.