A mi izquierda hay un hombre muy gordo, vestido con una camisa a cuadros negros y amarillos. Ordenadas por el asiento a que corresponden, en las estanterías superiores del vagón, hay bolsas de viaje negras. (¿Por qué le gusta a todo el mundo el color negro?)
Igual que yo ahora, pero unas filas más atrás, alguien teclea en su portátil. Yo, no obstante, soy muchísimo más silencioso, pero, quizá, las palabras de esta entrada suenan más alto que lo que escribe esa persona.
En algunas ocasiones, el tren atraviesa túneles. Se hace de noche: es de día y es de noche en esos momentos.
Renfe, en los reposacabezas, pone un espacio para la publicidad; el viajero que va en el asiento de detrás ve dicha publicidad.
El AVE genera un ruido que posee un fuerte correlato con estos tiempos aciagos que nos ha tocado vivir. Yo viajé en tren muchas veces durante mi juventud: aquel sonido era rítmico, acompasado, poético; aquel traqueteo era cardíaco; porque te señalaba que ibas camino de un único destino. El sonido del AVE, sin embargo, es neutro: la relación entre ruido y señal es muy elevada: apenas tiene significado. Podrías aparecer en Munich, en París, en una ciudad del Cantábrico o en Pekín y el citado sonido seguiría siendo paralelo. Lo que escuhas dentro del AVE al pasar por las vías no te lleva a ningún lugar.
La luz del sol entra en el vagón. Hemos salido del túnel.
Miro a través de la ventanilla.
La parte inferior de lo que veo es verde; verde campo; acrisolado con las casas como motitas blancas.
Y la parte .superior de lo que veo es de color azul cielo.
Verde y azul. Azul y verde.
Giro la cabeza: la molesta publicidad.
Vaya, tengo que irme, ¡no puedo seguir escribiendo!
«Anuncian el final del trayecto».