Existen muchas formas de clasificar a los seres humanos. Yo estoy seguro de que tú, tras leer la primera sentencia de este post, ya has pensado en una o en dos de esas potenciales divisiones. Cuando yo era joven, mi entorno solía clasificar a la gente en colectivos que hacían referencia a los gustos musicales que profesaban sus miembros. Esto estaba muy de moda. Más de lo que hoy lo está. Mucho más o… quizá igual, pero, de cualquier manera, separar así a la gente fue algo que emergió con fuerza a finales de los 80. Algunos de mis amigos llevaban esa ‘identidad grupal’ hasta extremos verdaderamente ridículos.
Tú también formas parte de un grupo; musical o de cualquier otra índole; también yo. Todos, todos podemos dividirnos en función de características muy diversas.
Algunas clasificaciones pueden resultar estúpidas, tontas, pueriles. La más famosa de twitter es aquella que separa a los sincebollistas de los concebollistas. La creación de grupos puede, no obstante, ser significativa en niveles que el ciudadano estándar ignora: porque, aunque dividir a las personas por su IMC (índice de masa corporal) un sábado por la noche, después del segundo vermú, para burlarse de los gordos es una soplapollez, con fines estrictamente biomédicos establecer el rango de la relación del peso del paciente con su altura tiene varias utilidades.
Huelga decir que una persona perteneciente a un grupo, sobre todo si es de un grupo de preferencias artísticas, es incapaz de entender a la persona que se halla en las antípodas de esas preferencias. En los 80 los heavys y los rockabillies, al menos en los pueblos de la comarca donde yo vivía, se peleaban con frecuencia entre ellos.
En el 2021 ese tipo de peleas no aparecen en las noticias, o quizá ni tan siquiera ocurren, pero hoy, sobre todo en las redes sociales, blogs e incluso en algunas columnas de opinión, algunos bregan, se enzarzan, en torno a las diferencias inherentes entre sus colectivos. Yo estoy seguro, de nuevo, de que tú ya has pensado en algunos de esos grupos y en los acalorados debates que sostienen.
Si tú reflexionases seria y fríamente sobre ello, llegarías a un punto paradójico, porque caerías en la cuenta de que cuando alguien le pone la etiqueta de obra maestra (da igual si en la música, el cine, la pintura o la literatura) a una determinada obra, esa obra es muy del gusto de la persona que establece aquel juicio.
Piensa: ¿conoces a alguien que haya dicho Esto es una obra maestra, pero me produce un tremendo asco?
Ni tú conoces a nadie que opine así, ni yo tampoco. Es imposible.
Y resulta ciertamente muy revelador. Nadie considera excelente una representación artística que le provoca repugnancia.
Significativo, ¿verdad?
Fuera, otra vez, del alcance de las personas poco pensantes, de aquellos que no reflexionan sobre estos asuntos, está también el hecho de que el ser humano se ve impelido por una fuerza invisible (biológica, evolutiva) con que dotar de coherencia a su vida. Pero esto es una tangente que, aunque justifica la defensa del grupo a que perteneces, no alumbra con bastante potencia la cuestión de cuál grupo tiene razón y cuál está equivocado.
Ninguno de los grupos está en lo cierto. Y los dos están en lo cierto.
Rockabillies, heavys, almodovarianos, fans de la ciencia ficción, del realismo o de la fantasía, clásicos, hipsters, antinolanianos, marvelianos…
El arte está en el ojo del receptor.