Aquí tienes la segunda entrada de la serie Literatura (desde fuera)
«Su profundidad, su contundencia, su belleza y hermosura últimas (o la carencia de todas ellas), es la que hace elevarse la película o la novela».
¿No suena del todo mal, verdad?
A esa locución verbal yo seguramente le habría añadido una a: «es la que hace elevarse a la película o a la novela«. Pero no quiero ponerme tiquismiquis con la ortografía. No es mi intención discutir sobre lenguaje. Esta serie, La literatura (desde fuera), bascula en torno a la circularidad que acontece siempre en una crítica de arte. Y si el lector de estas líneas fuese una persona muy inteligente, si, poniendo el ejemplo que solían poner en E.G.B en los años 80 (para iniciarnos a los chavales en una disciplina que nadie sabía que era infinita) con la pregunta de «¿Qué es una mesa?», y que en la mayoría de los casos nosotros, imberbes e inocentes, siempre contestábamos «Una mesa es… una mesa»; o al mostrar la paradoja que supone la espada más afilada del mundo; el acero que puede cortarlo todo pero que no puede cortarse a sí mismo, si, retomando la primera proposición, ese raro lector fueses tú, si hubieses alcanzado cierto nivel de inteligencia como para intuir que el lenguaje posee unos límites y que detrás de ellos (o en ellos mismos) puede haber cosas que no sabríamos definir si las descubriéramos, yo ampliaría el objetivo de esta entrada no solamente a la circularidad en la crítica del arte, sino a la palabra en sí misma.
No voy a citar al autor de la frase con que se inicia este post. No voy a poner el link a su página web. Yo no menciono a los tontos, yo, como aborrezco a los torpes, procuro no expandir su fama, no les doy cobertura. Y torpes hay muchos; pero los genios, que son muchísimos menos, ameritan que se hable de ellos; que se los estudie. No obstante, me enerva comprobar que se utilizan en las artes los términos profundidad, contundencia, belleza y hermosura sin ser ni remotamente consciente de que cualquier juicio de valor de una obra pertenece al modo de pensar o de sentir del sujeto que emite esa sentencia y NO al objeto de la misma.
Debo reconocer que llevo varios días entrando a WordPress sólo con esa idea en la cabeza. También admito que se trata de un concepto peregrino, que no ofrece la menor duda. Hay que ser muy obtuso, como es el caso del autor de la primera frase, para no apercibirse de que en las artes, a lo sumo, a lo que aspira uno es a darle al MeGusta con el convencimiento de que la película que ha visto o el libro que ha leído han conseguido tocar una fibra, una cuerda intrínseca e intransferible de su anatomía.
Acompáñame, por favor, a mi despacho.
Ven, hombre, ven… No tengas miedo.
Aquí está mi biblioteca.
Hagamos un experimento: comparemos dos libros muy distintos.
Tú y yo (sí, tú y yo, porque ahora estamos solos tú y yo, cara a cara; porque tú lees lo que yo escribo, pero si no leyeses esto, es como si yo nunca lo hubiese escrito); tú y yo, repito, vamos a dejarnos arrastrar por la circularidad de la crítica en el mundo del arte y vamos a divagar hasta el infinito y más allá sobre cuál de los dos textos que a continuación leeremos es mejor.
He aquí el primero.
«Veo que no se siente Vd. favorablemente impresionado», dijo la dama apoyando un instante su mano sobre mi manga. Combinaba un frío atrevimiento —el exceso de lo que se llama «aplomo»— con una timidez y una tristeza que hacían tan artificial la nitidez con que elegía sus palabras como la entonación de un profesor de «dicción».
He aquí el segundo.
… se le ponía demasiado difícil así que medio me volví y me paré entonces empezó a darme la tabarra para que dijera que sí hasta que me quité el guante despacio mirándole él dijo que mis mangas caladas eran demasiado frescas para la lluvia cualquier cosa como excusa para poner la mano cerca de mis bragas bragas todo el santo día hasta que le prometí darle las de mi muñeca para que las llevara en el bolsillo del chaleco O María Santísima qué aire tan idiota tenía él, chorreando en la lluvia espléndida dentadura me había dado hambre de mirarla y me pidió que me levantara la enagua naranja que llevaba con plisados de rayos de sol que no había nadie dijo se arrodillaría en lo mojado si yo no lo hacía tan empeñado que lo haría de verdad y echaría a perder su impermeable nuevo nunca se sabe qué locura les entra a solas con una se ponen tan salvajes por eso si hubiera pasado alguien yo me las levanté un poco y le toqué los pantalones por fuera como le hacía a Gardner después con la mano izquierda para impedirle que hiciera algo peor donde había demasiada gente me moría por averiguar si estaba circuncidado él temblaba como una jalea…
¿Es mejor el primero que el segundo? No, ¿verdad? El segundo, además, no es mejor que el primero, ¿a que no? Son diferentes. ¡Son muy distintos! Pero, ahora que tú y yo ya nos hemos fundido en una misma existencia, porque estas palabras ya se proyectan en tu cerebro o emergen de tu sistema fonatorio con tu voz, es muy sencillo afirmar, es muy fácil decir que NO podemos tirar a la basura ninguno de los dos textos; somos incapaces de darle a uno de ellos tres estrellitas y al otro cuatro estrellitas. Podemos analizarlos; podemos diseccionarlos hasta un límite insospechado. Podríamos caer en el atrevimiento de inferir la intención que tuvo cada autor cuando escribió. Si nos ponemos las gafas gramaticales, ¡madre mía si nos ponemos las gafas gramaticales!, seríamos como los fiscales de la Audiencia Nacional.
Y pese a todo ello, y pese a muchas cosas más, algo nos dice que lo mejor (¡que lo único!) que podemos hacer es captar precisamente aquello que nuestro juicio nunca, repito, nunca, nunca jamás, captará.