Cuando algo se desequilibra, escribe. No sabe muy bien el porqué de semejante tendencia; la acepta; la abraza. Si su entorno se astilla (y lo cierto es que a su alrededor solamente hay astillas y basura), esa persona, cuya descripción está ahora fuera de lugar, escribe. Se pone a escribir de una manera frenética, pero si un observador externo analizase la fuerza, la frecuencia y la regularidad de los pequeños y suaves golpes en las teclas, no podría en modo alguno inferir cuán frenética se siente esa persona. El científico de marras vería a alguien frente al ordenador escribiendo, quizá apuntaría ciertas pausas durante el tecleo en las que se adivinaría no ya el estado de ánimo sino más bien la elección reflexiva de los sustantivos y los adjetivos y los verbos que portarán en su interior las frases. Lejos (muy lejos) de la locura que desemboca en la escritura.
Cuanto más alta es la montaña de mierda a su alrededor, menos intrincada resulta la elección de las palabras. Si más fea es la existencia, más brillo tiene la sintaxis. (Esto el analista no lo sabe). La persona que escribe, por el contrario, sabe con asombrosa exactitud de dónde viene, hacia dónde va, qué pretende, qué significa y qué esconde su texto. ¿Tú has visto alguna vez ese tipo de nubes que, con el contorno parecido al de una fruta, quizá una manzana, o una pera, emerge —nace— hacia arriba y colapsa —muere— hacia abajo sin desplazarse de la posición que ocupa en el cielo? El acto de escribir para quien protagoniza esta entrada se parece muchísimo al ciclo vital de los cristales de hielo y las minúsculas gotas de agua formadas cuando el vapor de esta última (que contiene el aire) se condensa.
La moraleja de esta entrada no puede ser otra que una donde te imagines la astilla de una madera, la sangre que brota de la herida al clavarse dicha astilla en la carne, pero el proceso de cicatrización has de imaginarlo mucho más rápido de lo que en realidad es: es como una nube… que sale y se esconde. (En el medio alguien escribe).