En la segunda mitad del primer decenio del siglo XXI, en una unidad de psiquiatría de un hospital de la costa levantina, por motivos ajenos al interés del lector de estas líneas, tuve la desgracia de hablar con una chica de 17 años que había intentado suicidarse dos días antes. Su nombre era Carla.
Carla conectó al tubo de escape del coche la manguera del jardín y la introdujo en el interior del vehículo; se sentó a esperar a la muerte.
Su abuela, por caprichos del destino, ese día volvió del supermercado mucho antes de lo habitual.
Carla —me di cuenta durante la entrevista— era una niña culta e inteligente. Resultó espectacular ver cuán inmune fue esa adolescente al influjo de mi persona intentando en vano convencerla para seguir viviendo.
Al final de nuestra charla le dije:
No lo soportas más. No puedes más. Has llegado de forma definitiva a un punto en que avanzar te resulta imposible. Es el final del camino. Un desvío a esta altura del viaje. Un cruce. Una bifurcación. Ahora, a tu espalda, ardiendo en llamas, la carretera ha desaparecido. Se ha esfumado. La senda implícita de esa carretera solo existe en la representación neuronal de tu cerebro. En tu mente. Se trata de un tiempo pasado.
El mapa del país donde vives no registrará esa vía nunca más.
Sólo puedes caminar hacia delante.
Dos años después, se mató.