El mundo de la paradoja tiene como base de sustentación al lenguaje y a las palabras, pero si no fuéramos capaces de ir más allá de este hecho, estaríamos abocados a un pozo sin fondo. Aquiles, víctima de esta consecuencia lingüística, no podría alcanzar jamás a la tortuga.
Yo a veces necesito ver en la escritura el dibujo de una composición musical; el andamiaje arquitectónico de un texto con una filosofía estrictamente estética. No obstante, otras veces me siento invadido por alguien que detesta la vida, ya que nada logra curarme, ya que nada logra satisfacerme. La tranquilidad se me escapa de entre los dedos día y noche, día y noche… Es muy probable que estos sentimientos salgan a flote por el confinamiento de la crisis sanitaria, pero yo estoy convencido de que el confinamiento alumbra la punta del iceberg.
¿Has estado alguna vez en un parque acuático de atracciones? Con el jolgorio de miles de niños jugando en el agua. Los adultos afanándose en vivir una vida sobre la cual no se han parado a pensar nunca. ¿Te has fijado que los toboganes no tienen asideros? El niño o la niña se lanza hacia abajo consciente de que no hay nada a que agarrarse.
¿Cuál es mi asidero? Un monte. Un monte muy verde, frondoso, arcaico, leal. Un monte con varios chalets desperdigados sobre su falda; algunos son blancos, otros amarillentos, frutos del trabajo y el tesón de hombres que ya no están entre nosotros y que pusieron ladrillo a ladrillo sus huellas en la tierra.
Hilos de tender la ropa. Sábanas blancas, verdes y grises se acompasan al batir del viento. Hay tendidos dos pijamas de color azul marino; el aire bambolea sus mangas como si dentro de ellas estuviesen los brazos de un actor y una actriz de teatro. Míralos, están poseídos, en trance, en comunicación con la naturaleza. (El monte de mi infancia es el fondo de esa imagen). Oscuros árboles. Paredes blancas. Entre todos los chalets hay uno cuyo tejado de color rojizo desentona con los demás, ¡ése es de los nuevos!: ése no tiene tanta personalidad como los otros.
Cae, ahora, de entre las hojas de esta libreta un pequeño botón marrón. No sé de dónde ha salido. No sé qué hace aquí. Esta grata sorpresa me recuerda la innumerable cantidad de planos narrativos que conviven en una misma redacción; no me cansaré nunca de decir que la literatura va de hilvanar planos, muchos planos, infinitos planos.
Vosotros sois conscientes del enorme abanico que tiene frente a sí un escritor cuando decide posar la punta de su bolígrafo en el papel. Vosotros sabéis de primera mano que una historia puede ser contada no sólo desde diferentes perspectivas (en una división meramente didáctica), sino con varios estilos, formas y voces. Todos conocéis los infinitos recursos que ofrece la ficción: en una pared puede aparecer el rostro difuso de una persona; un halcón puede matar a una paloma que portaba un mensaje.
Son las 20:01. Un grupo de chavales canta el cumpleaños feliz. Una mujer, con el pelo recogido en una coleta, asomada al balcón de su casa, con la angustia impresa en los pómulos de su rostro, aplaude quizá sin saber muy bien el porqué. Yo escribo desde un rincón de la terraza —los actores siguen en trance dentro de los pijamas de color azul marino—… un rincón de la terraza donde nadie me ve. Las campanas de una ermita lanzan un mensaje al aire. ¿Habrá algún halcón para interceptarlo? Escucho el piano y el saxo de la versión 2020 de Resistiré.
Yo no resisto; yo vivo por inercia. Estoy en un plano que no logro ubicar: a veces pienso que estoy en el mismo plano donde Aquiles no puede alcanzar a la tortuga.
Hay un pasillo. Mis piernas están cruzadas. Esta libreta se apoya en una de ellas. El bolígrafo sujeto por los dedos brinca y caracolea por encima del papel. Alguien desconocido, al mismo tiempo que las palabras se dibujan sobre el fondo blanco, lee en voz muy baja: «brinca y caracolea».
Escribir me salva.