Hoy nadie se asusta si ve a un hombre rebuscando comida en un contenedor de basura. Es algo habitual, cotidiano, diario. La fotografía de la época que nos ha tocado vivir, por la anómala brutalidad de la crisis económica, nos enseña el paisaje con una transformación ostensible respecto de la época de nuestros padres. Hoy dicha metamorfosis parece haber adquirido un estatus de normalidad. La imagen cuasi apocalíptica de gente sin trabajo y sin futuro, de gente que ha renunciado a la vida —aunque siguen respirando—, es a principios del año 2020, por desgracia, una visión a la que todos nos hemos acostumbrado.
Yo, ayer, tuve la mala fortuna de presenciar la muerte de una persona en la calle; el óbito de un vagabundo tirado en la acera a escasos metros de un centro comercial. Un mendigo que se puso azul como un pitufo (el término médico es cianótico) mientras levantaba los brazos hacia mí suplicando ayuda. No pude evitar su muerte. Llamé por teléfono a los servicios de emergencias mientras miles de viandantes pasaban por nuestro lado sin ni siquiera mirar.
No obstante, y he aquí la materia motriz de que se nutre este post, mientras esperaba la llegada de los sanitarios, observé las pocas pertenencias del mendigo. Tirada en el suelo había una baraja de cartas manoseada y un paquete de pañuelos. Frente al muerto había una canasta de mimbre con dos monedas de 50 céntimos en su interior … Y en el regazo del mendigo… no más grande que la palma de una mano… una hoja de papel se balanceaba al compás del viento.
Estuve tentado de leerla, quise respetar su intimidad, pero la curiosidad poco a poco me vencía y la fascinación se iba apoderando de mí porque aquel hombre ya estaba muerto y porque poco importaba que yo la leyese o no. Manuscrita, y breve, su caligrafía era como la de un niño: sedosa. El azul del bolígrafo con que fue escrita dicha nota era azul almirante; tan bello resultaba ese color que el texto no parecía haber sido escrito por alguien abandonado en la calle.
Decía:
Siempre, in extremis, pese a todos, quizás gracias a todos, fuera de cualquier pronóstico razonable, exenta la participación de los dioses, abandonado por mis amigos y mi familia, quise yo como escritor experimentar a cualquier precio, soñé con bucles infinitos y dóciles bumeranes, me negué a usar un corsé, me sublevé contra el convencionalismo, el texto debía gritar, enmudecer al entorno, contradecir contradicciones, cerrándose
… sobre sí mismo.
Le hice una foto para no memorizarlo ya que supe de inmediato que traería esas líneas al blog. Al principio quise evitar la mirada de los curiosos, pero, como dije antes, a los vagabundos la gente normal no los mira. Una vez almacenada en mi móvil la información, volví a doblar el papel y lo dejé sobre el muerto, en la misma posición en que lo había encontrado
Me resulta muy nítida la intención que persiguió el mendigo al escribir esas pocas líneas. Después de estudiarlas con curiosidad, me doy cuenta de que quiso reflejar, en una serie de frases cuyo número de palabras va in crescendo desde el uno hasta el ocho, y, luego, decrescendo, desde el ocho hasta el uno (supongo que al escribir «dóciles bumeranes» hacía referencia a la propia expansión y contracción de lo que estaba escribiendo), quiso con ellas, repito, reflejar en la semántica un juego palabrescomatemático.
Sin embargo, lo más importante de esos 64 vocablos, abiertos al cosmos con un adverbio enérgico, cerrados como se cierran las cosas de forma natural (con el verbo cerrar); insisto, lo más notable del conjunto, más allá de la simulación con palabras del giro rotacional y el movimiento lineal que exhibe un bumerán, pese a la completitud de semejante redacción, repito otra vez, nos dice que lo importante está «en uno mismo». Y para rizar el rizo más si cabe, sobrepasando los límites de la casualidad, conquistando, por derecho propio, el terreno de la causalidad, el sustantivo central de esas magníficas líneas (la posición número 32) corresponde, como no podía ser de otro modo, a la palabra «escritor».
No sé qué pensaréis vosotros al respecto, no sé cuáles serán vuestras preferencias literarias, a mí ese párrafo me emociona. Me excita mucho más que la caterva de novedades mensuales que la industria del libro tiene a bien mostrarnos en las librerías y en las redes publicitarias. No solo me emociona más; me enerva comprobar que un miserable tirado en la calle escriba con más brío y solidez que los soplagaitas de nuestros literatos.
Me gustaría, ahora, dejar aparte la causalidad numérica y centrarme en la casualidad: la casualidad de que yo pasase por la acera justo en el momento en que el mendigo se ahogaba. Coincidiréis conmigo en que esto es una putada, pero, si, por razones que no vienen al caso, alguien reconoce la cianosis en un organismo humano… o al menos es capaz de identificar que otra persona se encuentra muy mal, está obligado a ayudarla. Más significativo me parece el hecho de que, minutos antes, yo paseaba tranquilamente por una avenida de tiendas iluminadas. A veces me detenía en el escaparate de una de ellas (vi unas botas de color marrón que me gustaron y que me parecieron muy caras); a veces me paraba, cogía el móvil, entraba en el whatsapp; recibí una llamada que duró 1 minuto y 17 segundos. En definitiva: un cúmulo de eventos aparentemente aleatorios que tuvieron como consecuencia coincidir con la muerte de aquel hombre, porque (no dejo de darle vueltas) si hubiese entrado en la zapatería y me hubiese comprado aquellas botas, no habría pasado lo que pasó: el vagabundo habría muerto pero yo habría pasado por su lado con posterioridad; no habría reparado en él; qué sé yo.
Tristemente, leyendo sus líneas, una angustia profunda y cuya fuerza se asemeja a la entrada de aquella pretérita luz —la luz al abrir mi madre la ventana del cuarto, despertándome para ir al colegio—, una angustia profunda, vital e innegociable, como si, en esos 64 milimétricos momentos, la existencia humana se condensara sobre sí misma, como si la vida tuviera nódulos que proporcionasen mayor velocidad, como ocurre con los nodos de Ranvier en el cerebro humano, cuando leo al mendigo, una angustia asfixiante invade mi ser hasta la última célula de la epidermis, invade hasta el último alveolo de mis pulmones, hasta el último eritrocito, hasta la última molécula de hemoglobina y hasta el último átomo de oxígeno, transformándome así en una persona que colapsa y que vuela, que muere y que vive; un hombre con un poder sobrenatural. Semejante estado de cosas me impulsa siempre a escribir. Las líneas dejan entonces de ser líneas y los huecos entre las palabras dibujan rostros de personajes de la Antigua Grecia, o el del panadero de esta mañana, o el de la camarera que tan amablemente me ha dado los buenos días, o la faz de aquel niño que me enseñó a atarme los cordones de los zapatos en la escalera amarillenta de un colegio de E.G.B. en 1980 y que desgraciadamente murió antes de cumplir los trece, y, además, en una aposición perfecta, con el gusto por la igualdad que mostraban los viejos arquitectos, con la maestría del pintor Diego Velázquez y con la mística de aquellos que se alejan de la ciencia, dos sustantivos se unen y brillan en la pantalla al escribir: son los ojos de ella…
El desbordamiento de la imaginación, tanto tiempo buscado, tanto tiempo pretendido, esquivo durante días, meses e incluso años, al primer toque de una corneta cuyo origen todos desconocemos, acontece; acontece y las imágenes emergen rápidas y lentas, superpuestas y paralelas y no obstante nítidas y cristalinas. Asoma su cabeza Miguel de Cervantes Saavedra con una melancólica seriedad. En las paredes de mi despacho fórmase un ágora donde están mi profesor universitario favorito, mi abuelo, Einstein, Servet, da Vinci… todos ellos de forma extraña me sonríen y cabecean asintiendo, dándome la razón pese a que yo no he expuesto todavía ninguna tesis. Veo las ramas de un árbol y detrás de él una avenida vacía se extiende; las hojas del árbol están mojadas, son tímidas, destelleantes; y hace mucho frío. Ella desliza la palma de su mano por mi pómulo derecho: besos de lluvia en labios lluviosos.
El sonido de las teclas del portátil, bajo la cúpula protectora que suponen esos nodos imaginativos, se convierte en el redoble de los tambores guerreros en lo alto de una colina anunciando el comienzo de la guerra. Guerras y amores. Desilusiones y proyectos. Testarudeces y abandonos. La letra escrita lo absorbe todo; lo magnifica todo, y el mundo, aunque acude a mis sentidos de un modo tan desnudo y tan primario, queda curiosamente alejado de mi persona.
Todo cobra sentido pese a la disparidad de los elementos que tienen lugar a mi alrededor. Ya no existen barreras, los límites se tornan imprecisos, nada taxativos. Equidistancia, volubilidad y ligereza conviven en armonía. La contradicción se asume como parte indisoluble de la naturaleza. El tiempo y el espacio, en bicéfala comandancia del universo, ya no pueden ser utilizados para establecer un orden de magnitud.
Tras la ventana veo el cementerio donde me enterrarán, y al fondo del pasillo veo el balón de fútbol de mi infancia.
Te vi morir. Leí tu nota. Descansa en paz.