Nos muestra la empiria, con implacable tozudez, que los lectores que necesitan escribir, más tarde o más temprano, acaban siempre por desarrollar un oído finísimo para la composición de obras literarias; más fino, me atrevería yo a decir, que el de los escritores que venden hoy muchos libros. Así parece estar articulado este singular mundillo: no siempre es reconocido a primera vista el auténtico arte; Cervantes murió pobre, pero a principios del año 2020 nadie dudaría de su capacidad artística. Miles, no obstante, son los escribidores a lo largo y ancho del país a los que se les ha inoculado la falacia del paralelismo entre escribir libros y vender libros. Una novela no puede venderse si antes no es escrita, pero su venta, por desgracia, no depende de su calidad.
Con esa misma necesidad, durante tres largas y agónicas semanas, yo asistí, en el año 2016, a un taller de escritura avanzado. Me dio la vena. Me pegó la neura. La intención al matricularme en aquel curso no era tanto aprender a escribir de manera literaria sino más bien descubrir, experimentar y acaso dejarme llevar por nuevas perspectivas. Pronto me di cuenta de que allí no iba a aprehender nada, es más: recuerdo que mis sugerencias eran acogidas con mayor júbilo que las de la profesora que dirigía el taller.
Pero, qué duda cabe, en la parte más inhóspita del más árido desierto podemos ver crecer la más hermosa flor que hayamos visto jamás en nuestras vidas.
Hoy, revisando y limpiando los archivos olvidados del portátil, me he dado de bruces con una carpeta de nombre “Mil talleres” y cuyo contenido había sido olvidado por mí hace muchísimo tiempo.
La literatura ―tú lo sabes mejor que yo― se nutre de las grandes cicatrices, trampas selectas, rendijas ocultas, mentiras desproporcionadas (medias verdades), intercambio de planos y un sinfín de ardides. Yo hice trampas en aquel taller: grabé en audios del móvil a sus asistentes.
Rescato y traigo al blog la grabación más significativa de todas. Recuerdo que era una chica muy joven. Rubia. Delgada. (Esquelética). Con aspecto taciturno. Recuerdo que vino muchos días vestida con ropa de tonos verdogrisáceos. Se mostraba parca en palabras, pero no resultaba a primera vista una persona tímida, sino más bien segura de sí misma, con los ojos siempre abiertos de par en par. No entablé amistad ni con ella ni con nadie; cierto es que de allí yo salí, dicho de un modo vulgar, por patas sin mirar atrás. De ella conservo una imagen difusa en la memoria.
(Los signos de puntuación son míos: ignoro si fue escrito de este modo).
Yo quiero vivir tranquila, aunque sea a costa de una gran soledad. Lo he pensado mucho; he llegado a la conclusión de que existe una senda… una senda: el arte. En ella, yo me refugio a lo mejor porque no tengo otro sitio a donde ir, o a lo mejor porque este lugar merece la pena de verdad. En los dos casos, al escribir, no sé si hablo contigo o conmigo misma. A lo mejor tú y yo somos en realidad dos representaciones cínicas de una misma raíz.
He llegado a un punto en mi vida en que ya no estoy dispuesta a perder más en mi relación con las personas que me rodean. Yo ya no voy a salir perdiendo nunca. ¡Nunca más! No busco la victoria, que quede muy claro.
Jamás he querido ganar, pero ya no voy a perder; si esto implica una agria soledad, bienvenida sea.
Las palabras anteriores son el reflejo de las circunstancias que sufro a finales del año 2014. Si amurallarme significa no notar la caricia y no percibir el cariño de los potenciales amantes, me da absolutamente igual. A cierta altura de la vida, una gata abandonada no pide cariño; no araña, pero no juguetea contigo.
A mi juicio, en esa chica había madera de escritora. Su texto y su estilo atestiguan un mensaje insistente, que nos sacude a los lectores como si fuésemos un saco de patatas; no nos deja casi respirar, no nos es permitido rebatir su postura (en cierto modo muy razonable); no exagero si digo que al leerla tenemos la sensación de que nos pone un esparadrapo en la boca. He decidido traer ese audio para escenificar que incluso en el peor de los lodazales, como fue aquella triste experiencia, donde me robaron, por la cara, un buen puñado de euros, puede uno encontrar literatura de alta calidad.
Vosotros, en una primera lectura que siempre deviene en una aproximación superficial, no os habéis dado cuenta, pero aquella mujer nos escondió, tras sus letras, mucho más de lo que muestran en primera instancia. Curioseando en los entresijos de los párrafos, hago uso de la herramienta Contar palabras de Word, porque un pálpito me susurraba al oído la simetría del texto. (En ocasiones soy muy freaky). La función de Word ilustra mi asombro.
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Si al poner los puntos y las comas y al separar en párrafos la voz de aquella delgaducha mujer yo no estoy equivocado, estamos, sin ningún género de dudas, ante una escritora en potencia. Yo abandoné aquel taller de mala muerte, pero los que se quedaron, incluyendo su directora, no fueron conscientes de la bomba de relojería que había entre los alumnos. Tú, lector, ya ves en la imagen adjunta los números pares, pero, yo, además, he reparado en la relación numérica establecida entre los 4 párrafos: 88 palabras en el primero de ellos; la mitad (44) en el segundo párrafo; 18 palabras el tercer párrafo (mismo número de palabras que mismo número de líneas tiene el escrito en su conjunto); y el triple de 18 (54) en el cuarto.
¡Todas sus frases contienen un número par de palabras! Semejante métrica alumbra una intención larvada y muy elegante. ¿Quién coño era aquella mujer? ¿Quién aborda al escribir una arquitectura de esa índole? No escribió eso para ella. ¡Quiso llevar al lector a otra dimensión!
Escritora harapienta, parapetada al fondo de un taller de escritura, se dirige sin que «absolutamente» nadie conozca su trampa (como un agente encubierto del Mosad) a un lector imaginario cuya única característica ha de ser la inteligencia para descubrir el fondo plano del texto.