Leo el siguiente artículo y me resulta imposible abstraerme del paralelismo entre la vida del escritor y mi propia vida. Todo aquello que de mi pluma un día salió, con mayor o menor solvencia, no ha sido nunca enviado a una editorial, senso stricto no soy escritor, aunque la frontera y los carteles que delimitan esa tierra, ese campo, ese oficio, son difusos, contradictorios e inútiles. En cualquier caso, la lectura en Babelia me ha hecho reflexionar.
Escribir un diario con la voluntad expresa de recoger con palabras lo que piensas, sientes, vives, ves, recuerdas, necesitas o quieres, debe ser una experiencia fascinante porque de algún modo el director de la película de tu vida decide mover la cámara de forma tan brusca que desenfoca tu imagen multiplicándola por dos; como esas instantáneas a través de la ventanilla del tren donde un poste de la luz se divide en dos postes de la luz que son en definitiva el mismo poste: uno más rotundo y otro más etéreo. Este último, qué duda cabe, sería el que emerge de las líneas del diario.
Yo tomé muchas notas en la que probablemente fue la época más fructífera de todas en lo que a mi escritura se refiere. Esos cuadernos, adormecidos, ahora, al fondo de un armario que no es mi armario, nunca tuvieron la pretensión de convertirse en un diario. Pero puse fechas en algunas de sus páginas, así que en cierto modo podrían ser considerados como mi diario.
Una vez, al cobijo de los grandes escritores, de la gente que ha dedicado su vida al arte de la palabra escrita, de los individuos más expeditivos en el mundo de la literatura, decidí yo escribir, con toda la fuerza y significatividad de que soy capaz de volcar sobre un papel, el contenido de un cajón, porque, en un manual de narrativa, leí a un estudioso que sostenía la idea de que el escritor irlandés James Joyce, en uno de los pasajes de su Ulises, describía el contenido de un cajón en la cocina de Leopold Bloom con la intención de mostrar al lector la insondabilidad del recéptaculo.
Insondabilidad fue la palabra que actuó en mi cerebro como un gatillo, además de hacerme releer ese pasaje (insondable) del libro; esa cajonera sin fondo; ese contenido finito que alumbra el infinito.
He pensado muchas veces en traer esa página al blog, pero siempre desestimo tal posibilidad pues la verdadera fuerza del texto radica en algunos detalles que pertenecen a la esfera privada. Y me niego a retocarlo para que los lectores en internet no conozcan la vida íntima de quien escribe. No sabrá jamás el mundo si mi cajón tiene o no tiene fondo.
También hice esquemas. Dibujos. Personajes que conversaban. Pensamientos sobre la novela que intenté escribir: saltos fuera de la caja para hacerme ver desde una panorámica más amplia aquello que escribía. Bucles. Disgresiones. Potenciales elipsis. Atropelladas anotaciones sobre mis lecturas.
Los cuadernos tienen la etiqueta de ‘Embrionaria’.
Señala Antonio Muñoz Molina en el link que abre esta entrada, mostrando así cortesía y respeto sobre el escritor Emil Cioran, la presencia continua sobre su escritorio de Los Cahiers del rumano, y yo giro la cabeza hacia mi derecha y enfoco mi vista sobre los libros que tengo en mi mesa: El Quijote de la edición de Andrés Trapiello con la cinta separadora en la hoja en que Sancho le pide a su amo que no se muera; El Ulises con las dobleces de sus páginas indicándome cómo llegar a todos los lugares. Y Borges.
(Ahora dejo de teclear en WordPress y me acerco hacia ellos: el argentino, en una silla del siglo XVIII; el hibérnico, frente a una ventana de deslumbrante luz; el alcalaíno, alzando al cielo una espada. Este último me sonríe. El sudamericano me mira y ve más allá de mí. El irlandés abre la ventana y el aire del exterior hace ondular las cortinas; dice: «A magical trisyllabic number of yours lies indoors. We three are its unattainable corpse»).
Qué entrada tan chula, amigo
Me gustaLe gusta a 1 persona
Gracias, Blumm.
Me gustaMe gusta