Así estaban las cosas: venía uno y hablaba, venía otro y tosía, un tercero y un cuarto hacíanse los tontos, y todos en conjunto, no solo esos cuatro sino muchos más, parecían una columna de patos siguiendo las migas de pan. El escenario no precisa grandes dotes en el arte de la descripción para que el lector se lo imagine: su primera gran característica era la de una estupidez agria que campaba a sus anchas; no era raro el día en que no subiese a la palestra ninguna persona seria y bien formada, nadie sensato y honesto para hacer frente a aquella atmósfera de enajenación global; muy al contrario: no eran pocas sino muchas (todas en realidad) las veces en que el debate versaba sobre auténticos despropósitos, como, por ejemplo, el nuevo pendiente de un futbolista, el último exabrupto de un escritor amargado, las abdominales de fulano o las tonterías del feminismo. Había entre ellos críticos de arte a patadas, veíase la lucha entre revolucionarios, economistas de medio pelo, gente triste y gente borracha, profesionales que no se mojan, partidarios acérrimos contra acérrimos detractores, libres pensadores incólumes, putas, cerdos, un millón de ignorantes y varias centenas de sabiondos equidistantes. La palestra, por desgracia, era territorio de los de peor calaña, de los de baja estofa.
Nuestro protagonista sentíase harto de aquel enjambre de idiocia y caos. Asistía diariamente a él no sin placer, ya que la plaza pública se había convertido desde hacía mucho tiempo en algo más que en el opio del pueblo. En cualquier caso, aquel era un espectáculo que iba horadando su mente; una función a la que llevaba mucho tiempo pensando renunciar, rumiando alejarse de esas batallas infantiles e infructuosas, a pesar de que todo aquello era la moda… aquello representaba el ágora del siglo XXI. Era, en definitiva, el lugar donde transcurría la existencia humana. Pensaba él que renunciar a la diversión y al contacto virtual con otros seres humanos era un error. El intento de alejamiento de este bochornoso circo se demoraba, y una verdad y una fecha difusa danzaban misteriosamente en el aire: en aquella plaza ya no eran posibles la concordia y la convivencia, el colectivo estaba fracturado y nuestro protagonista hallábase en cierto modo entre la espada y la pared.
Sabía que debía emigrar; la pregunta era cuándo.