¿Serías capaz de imaginar un relato que no contase nada de nada? ¿Podrías vislumbrar El silencio a través de la palabra escrita?
Sonaría paradójico, ¿verdad? Y sonaría también hermoso y catártico y trascendental y sibilino e imposible e irresoluble y tosco y útil. Te presentaría yo una novela cuyo mensaje fuese la ausencia misma de mensaje. Entregada con descaro al estilo del autor; un autor que dominara el lenguaje hasta los extremos de los extremos, con el uso de figuras encubiertas que solo los lectores listos pudiesen entender, y con figuras explicadas a través de figuras antagónicas en un juego de espejos que solo los lectores muy muy muy listos pudiesen asimilar. Un libro con, sobre todo con, ritmicidades y articulaciones palabrescas extrañas, o, incluso, modulaciones suprasegmentales que el lector pudiese acoger en su seno y en su mente de una manera ágil y siniestra: siniestra al no vislumbrar por qué ese libro es al aire vertido con tan terrorífica destreza por su oculta laringe.
¿Por qué y para qué? Para narrar por y solo por el propio placer de la narración, sin nudo, ¡sin conflicto!, sin… nada. Como el comienzo de un sueño: indefinido en el marco temporal solo sabemos que ha empezado cuando ha empezado. Una carrera sin las líneas de salida y meta.
Dios…, cómo me gustaría leer ese texto.
Igual, me gustaría leerlo.
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