#79 Una octava más alta

Hoy, jueves, 1 de agosto del año 2019, con los vítores de las vacaciones, en el momento más insospechado del día, casi sin querer, o quizá adrede, ya no estoy muy seguro, me he parado un instante a pensar y a reflexionar sobre los libros de mi pequeña biblioteca. Ahí están —pienso—, míralos, todos ordenados de modo pulcro y obsesivo, guardianes de un gran tesoro. Aún recuerdo cuando puse el primer volumen en la segunda estantería del mueble, la que está a la altura de los ojos. Fue El fin de la eternidad, de Isaac Asimov. No, no, no, fue La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera. «¿Y no sería uno de los de Alianza Editorial, los de portada blanca? ¿No fueron esos los primeros en llegar?»

Empieza el relax, el ocio (ellos me acompañarán hasta al mismo pie de la tumba).

Los colores llamativos de sus lomos, por ejemplo, el rojo del grupo editorial Penguin Random House, donde duermen autores como Conrad, Borges y Joyce, forman mi paisaje diario. Y a veces, como un enamorado o como un necio, quién sabe, me acerco a ellos y me quedo mirándolos, ajeno a todo lo que me rodea. Abro uno al azar y de inmediato me viene a la cabeza el lugar donde lo leí. Un día caluroso de verano en un parque, con mi aspecto de vagabundo leyendo a Faulkner. Sentado en la acera de una calle nocturna, con El hombre en el castillo. Sobre el atril y junto al flexo, soñando de la mano de Dumas. Sentado en la arena de la playa vagando junto al funesto canis lupus del escritor alemán Herman Hesse… o para vivir la experiencia de manera más intensa, en un McDonald’s con Jean Paul Sartre.

¡Ay!, libros, libros y libros… Hay tanto dentro de ellos.

Su formato —el papel— me encanta; porque el papel tiene un nosequé… Para explicar la fascinación que siento por su soporte físico, voy a servirme de la película Interstellar de Cristopher Nolan: la niña llamada Murf, atraída por la caída de los libros desde la estantería, mira la biblioteca como si detrás ella hubiera algo que no logra captar. Yo, a veces, percibo ese algo, a veces sé de su existencia, sin embargo el extraño encantamiento al mismo tiempo que nace muere. Son un ejército —me digo—, son soldados con una misión que cumplir: abofetear al lector. Unos cumplen de forma sobrada la misión y otros fracasan de manera vulgar. Además, en contraste con la del libro electrónico, su presencia física me embruja. Para mí leer en un ebook es como ir a un restaurante chino: a la media hora ya tienes hambre.

En las anteriores líneas radica la parte romántica de esta historia, una triquiñuela, una especie de knock knock on the door que te insta a ti, internauta, a imaginar la biblioteca de otro lector como tú, que, con el paso del tiempo, desbordó las estanterías y tuvo que poner los libros que compraba encima del abarrotado mueble. En este sentido, los lomos carmesí, citados unas líneas más arriba, fueron los primeros en llegar y son en cierto modo los que más protagonismo atesoran, pero junto a las grandes estrellas hoy otros conviven en completa armonía.

Libros, libros y más libros, algunos, por cierto, nunca llegaré a leerlos. Una cantidad de obras seguramente obscena; obscena porque cuando termino de leer uno, y voy a empezar otro, cuando la esperanza —¡ay!— inunda el corazón, a mí me excita mucho saber que puedo elegir entre una vasta cantidad de novelas y de ensayos. No exagero cuando comparo esa elección con una erección. ¡Qué placer, por el amor de dios, no saber de dónde picar! Tener a mi disposición todos los géneros: negra, historia, ciencia ficción, espías, costumbrista o fantasía. No sentirme prisionero de las novedades, no buscar ni el selfie, ni la firma, ni el reply, ni el fav de los autores tuiteros, y leer… leer lo que me dé la repajolera y santa gana.

En este octavo párrafo, octava nota que da titulo al comienzo oficial de mis vacaciones, tendría que escribir de un modo ortodoxo, tendría que darte una lista prolífica, detallada, con todos mis libros. Estoy seguro de que tú la leerías con atención, verías algunas obras que ya has tenido el placer de disfrutar y otras seguramente desconocidas, pero cuando el caos deja de ser caos —racional impasse por antonomasia— y cuando leer, por desgracia, ya no va de descubrir, sino solo de memorizar, es momento de despedirse.

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