El momento idóneo para reseñar una obra literaria ocurre al leer la última frase, al cerrar el libro justo por el lado contrario por donde mucho tiempo atrás fue por primera vez abierto. Usted que es un lector empedernido recordará con claridad el sí más rotundo de la historia de la literatura, recordará el timbre final de aquel adverbio afirmativo maldito en aquella no menos maldita novela. Sin embargo, los ejemplos se cuentan por centenas; el anterior, pese a su enorme significatividad, no deja de ser sino una muestra más al azar, de la cual yo me sirvo para ilustrar el sentimiento de un lector frente a las últimas palabras de una gran novela; unas palabras que se hallan enmarcadas por la luz cegadora del espacio en blanco que hay tras ellas. La blancura que los fundidos finales de las películas de cine, en mi modesta opinión, no son capaces de representar en su totalidad y grandeza. También sobre un fondo blanco, pero, en este caso, el del procesador de textos de mi portátil, estas líneas que usted lee van apareciendo frente a mí y lo hacen en el momento más idóneo de todos: tras cerrar el libro justo por el lado contrario por donde mucho tiempo atrás fue por primera vez abierto.
No tendrán las siguientes líneas ni concierto ni orden ni método, así lo deseo; serán desordenadas, quizá siniestras. No obstante, seré honesto con usted, desde el principio ya le aviso, y quien avisa no es traidor: a esta sección yo vengo a confundirle y a engañarle: qué es verdad y qué es mentira es una cuestión que debe resolver usted por sí mismo. He terminado de leer hace unos instantes una novela magnífica, que merece ser traída a esta pequeña sección de mi blog, cuyo título seguramente espera usted leer en breve pero que yo —oh, qué gran novela, por dios— no le diré. (¿Por qué? Pues porque no quiero: ya le dije que hago trampas.) Si le digo que es muy larga, ¿se verá su curiosidad incentivada? Sí: es muy larga; muy muy muy larga. Su enorme extensión, aclarémoslo desde un principio y sin ambages, no la convierte per se en una obra maestra: largo no equivale a bueno y un servidor no olvida que bueno y malo son adjetivos de cuyo reparto no conoce nadie a ciencia cierta el mecanismo.
Su autor, cuyo nombre y apellidos tampoco le diré, debió hacer un esfuerzo enorme, no por la extensión de la obra sino por el acento artístico-narrativo de la misma: narrada desde una perspectiva que debió ser objeto de profundas revisiones, el lector percibe una gramática y una sintaxis estudiadas con mimo y rigor: al escribir, bucea y sale a la superficie a voluntad y a capricho. Cede la palabra, el discurso y el estilo a los personajes, al paisaje, al narrador, e incluso a sí mismo, al escritor, además de cuestionar e interpelar constantemente al lector. En definitiva: arte narrativo de singular belleza, libertad artística y elegancia. El escritor pensó no solo en el qué sino (y mucho) en el cómo cuando escribió sus más de mil páginas.
Con ella se me antoja obligatorio el uso del adjetivo ‘aleccionador’. Esta novela es una lección de vida porque quien lee no puede sino darse de bruces contra una verdad no por paradójica menos triste: los protagonistas de los libros siempre lo tienen todo, absolutamente todo, a su favor, o en su contra. Todo y no obstante… Así, cientos son las muestras donde el elemento principal del libro, el protagonista: a) gana; b) pierde; c) llora; d) ríe, gracias, o pese, a tenerlo todo a su favor, o en su contra. Recuerde si no al Quijote: operó un cambio por sí mismo y no por la insistencia de los demás o por la presión del entorno; o recuerde a Raskólnikov: muestra paradigmática por excelencia al respecto. Este libro —que ahora reposa tranquilamente en las estanterías de mi pequeña biblioteca— no es una excepción: lo tenía todo y no obstante…
Me despido de usted: no se aflija por no saber de qué libro hablo. Piense que cabe la no muy remota posibilidad de que no exista; o de que exista solo en mi mente; ¡o de que exista solo en su mente! Usted al leerme puede haber inferido algo […] que leyó hace mucho y por lo que siente una admiración y pleitesía descomunales. ¿Cómo? ¿Qué? ¿Que qué? ¿Quién dijo que las iniciales del protagonista fueran H. C.? Yo no dije nada. Fue usted y no yo quien inventó las iniciales del autor ¿T. M.?
¿Cómo va a ser mágica una montaña?
No diga tonterías, por favor.
Adiós.
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