Suena cadencioso y continuo el ventilador a mi espalda, la casa se halla sumida en un silencio extraño, como si la vida hubiera dejado su huella y no quisiera ya volver. Un silencio que fue otrora roto en mil añicos por los chiquillos y chiquillas cuando correteaban y saltaban por estos pasillos. Ya no están, y pese al silencio me parece recordarlos; sus lloros, sus quejas infantiles, que antaño parecían fruslerías resultan, ahora en soledad, cuestiones de suma importancia. Son como el vapor de la locomotora que escapa por la chimenea: estético y efímero.
Estéticos y efímeros daban luz a esta casa empobrecida. No nos dábamos cuenta pero eran ellos y ellas los que dotaban de sentido a las paredes de esta vivienda. No éramos conscientes de que su inocencia infantil podía incluso dar calor en una chabola; que no importaba la calidad de los alimentos que a la mesa les servíamos ya que para ellos eran manjares.
Nos hemos ennegrecido. Lo que fue un hogar es ahora un cementerio. Decadencia es una palabra que uno pronuncia con rapidez pero cuyo significado se hace patente de forma inexorable y lenta, sobre todo lenta. Tan despacio que uno querría que se ennegreciera todo a su alrededor en un instante; querría poner fin a esta amargura. O que volviesen los niños.
O que volviesen los niños…