Hubo un tiempo lejano, cuando yo empecé a querer escribir, en que, al comprender el ejercicio de la escritura como una suerte de cuadro y al verlo no en el prisma de la verdad, no a través de esa perspectiva visceral que te empuja a escribir lo primero que sientes y que, en el mejor de los casos, acaba convirtiéndose en un ejercicio de autoayuda, y gracias, sobre todo, a que por aquella época rompía, tachaba y eliminaba todos mis escritos porque por desgracia no valían un carajo, sino, más bien, desde una posición elevada, desde fuera del sistema, a través de reflexiones luminosas y creativas y, en definitiva y como dicen los angloparlantes, atacando la cuestión out of the box, investigué por mi cuenta y riesgo cómo se inventan las historias y cómo se construye la gran literatura.
Por aquellos días el primer libro que leí a este respecto fue un ensayo de Luis Racionero Grau, El arte de escribir; libro que descubrí por casualidad en la biblioteca y donde, además de aburrirme hasta lo inimaginable con sus pocas páginas, descubrí no obstante un recurso que puse muchas veces en liza cuando me sentaba a escribir: la onirosíntesis.
Comencé a comprenderlo, parcialmente, claro, pues la cosa se me escurría (y todavía hoy se me escurre) de entre los dedos, comencé a comprender este maldito y bendito asunto: escribir.
Luego vinieron otros ensayos mucho más ilustrativos… pero en aquellos años acumulé decenas y decenas de notas escritas en el móvil; notas que escribía justo antes de dormir, cuando el sueño me bajaba los párpados.
Igual que ahora… que me quito las gafas y apago la luz de la mesita.
… sé (no) seguro si luz la al apagar puede un que sueño venga visite y vea yo un país hombres a caballo través llanuras de las cabalgando…