Yo estaba en ese punto de duermevela en que no sabes si todavía estás despierto o si por el contrario estás dormido: transición nebulosa entre vigilia y sueño de la que no podía hacer una narración coherente porque se mezclaban en mi interior sensaciones de naturaleza dispar: recordaba el sabor de la mostaza en aquel bar de mala muerte; veía la bóveda de una iglesia girando sobre sí misma, y luego… y luego veía las sábanas blancas y a mi madre y la hierba verde de un huerto y un pozo y un cubo de hierro oxidado; la oscuridad azulosa de los primeros pubs con la música pop que sonaba desde una esquina invisible; el miedo y el coraje se rozaban conmigo de la misma manera que alguien se roza en el transporte público, en una suerte de sinestesia entre el sistema límbico y el sistema nervioso periférico; todas las cosas maridaban: los labios de ella junto a las gotas de sudor jugando al fútbol con ellos; la prisa por vivir y el minuto posterior al orgasmo; observaba un grupo de nubes… y a través de él emergía la imagen de la antigua motocicleta; me empalmaba sin motivo y sacaba la lengua; la veía gimiendo y con los ojos cerrados.
(Supongo que luego me quedé dormido y ya no sé qué pasó.)